viernes, 15 de agosto de 2008

La semana trágica de Nueva York

En julio de 1863 tuvo lugar uno de los acontecimientos más trágicos de la ciudad. Meses antes, el Congreso había aprobado el Acta de Reclutamiento que exigía, entre otras cosas, el incorporamiento inmediato de los mayores de veinte años a las tropas de la Unión. Pongámonos en contexto: la guerra civil americana había estallado en 1861, y el ejército del norte, que combatía por mantener la unidad del país, necesitaba reclutas para hacer frente al ejército de la confederación. Nueva York era entonces una barriada de delincuentes y pandillas sin una noción clara de la ley. Así lo documentaba Herbert Asbury en 1928 en su The Gangs of New York. De la siguiente forma lo resumía Borges en su Historia universal de la infamia:

La historia de las bandas de Nueva York (...) tiene la confusión y la crueldad de las cosmogonías bárbaras y mucho de su ineptitud gigantesca: sótanos de antiguas cervecerías habilitadas para conventillos de negros, una raquítica Nueva York de tres pisos, bandas de forajidos como los Ángeles del Pantano (Swamp Angels) que merodeaban entre laberintos de cloacas, bandas de forajidos como los Daybreak Boys (Muchachos del Alba) que reclutaban asesinos precoces de diez y once años, gigantes solitarios y descarados como los Galerudos Fieros (Plug Uglies) que procuraban la inverosímil risa del prójimo con un firme sombrero de copa lleno de lana y los vastos faldones de la camisa ondeados por el viento del arrabal, pero con un garrote en la diestra y un pistolón profundo; bandas de forajidos como los Conejos Muertos (Dead Rabbits) que entraban en batalla bajo la enseña de un conejo muerto en un palo; hombres como Johnny Dolan el Dandy, famoso por el rulo aceitado sobre la frente, por los bastones con cabeza de mono y por el fino aparatito de cobre que solía calzarse en el pulgar para vaciar los ojos del adversario; hombres como Kit Burns, capaz de decapitar de un solo mordisco una rata viva; hombres como Blind Danny Lyons, muchacho rubio de ojos muertos inmensos, rufián de tres rameras que circulaban con orgullo por él; filas de casas de farol colorado como las dirigidas por siete hermanas de New England, que destinaban las ganancias de Nochebuena a la caridad; reñideros de ratas famélicas y de perros, casas de juego chinas, mujeres como la repetida viuda Red Norah, amada y ostentada por todos los varones que dirigieron la banda de los Gophers; mujeres como Lizzie the Dove, que se enlutó cuando lo ejecutaron a Danny Lyons y murió degollada por Gentle Maggie, que le discutió la antigua pasión del hombre muerto y ciego; motines como el de una semana salvaje de 1863, que incendiaron cien edificios y por poco se adueñan de la ciudad.

Esa semana salvaje a la que hace alusión Borges fue la respuesta de los "elementos más viles de la ciudad", según lo describió el New York Times de la época, al Acta de Reclutamiento. Para The World, el diario fundado por Pulitzer, esos alborotadores representaban a los trabajadores. Este periódico no tardó en adoptar el punto de vista del Times, que era el único posible, cuando en cuestión de horas esos trabajadores prendieron fuego a media ciudad y aplastaron a la policía y a los regimientos del ejército que la protegían. Sin duda, esa muchedumbre incendiaria estaba dirigida por los personajes más criminales, que consiguieron movilizar una masa de más de 10 000 pandilleros. Muchos de estos enarbolaban banderas que rezaban "No al reclutamiento" y "Somos América", y amenazaban con no detenerse hasta que el Acta fuera derogada. La ciudad entonces estaba casi desprotegida, pues la mayoría de soldados que la custodiaban había tenido que zarpar días antes de los alborotos para fortalecer el frente. No fue hasta una semana más tarde, cuando aparecieron los cuatro regimientos del ejército que había enviado el ministerio de defensa, que se pudo poner fin a esa semana trágica. El Congreso eximió a la ciudad de Nueva York de la aplicación del acta, sin embargo, los pandilleros siguieron incendiando todo lo que le dejaban hasta que el ejército pudo controlar la ciudad al completo.

Esa semana se saldó con un éxodo de miles de personas que no regresaron hasta pasado varios meses, cientos de muertos (la mayoría pandilleros), dieciocho negros asesinados (los alborotadores eran incluso más antiabolicionistas que sus vecinos sureños; negro que veían, negro que colgaban), cientos de edificios incendiados, un cuerpo de policía descompuesto y una ciudad deshecha. Finalmente, por complicidades políticas, de los miles de detenidos por el ejército y la policía, sólo se condenaron a veinte personas.

Nueva York siguió a merced de todos esos delincuentes hasta principios del siglo XX. Asbury apela al trasfondo socieconómico de muchos de esos pandilleros y gángster para explicar el mundo del hampa y la delincuencia. Sin embargo, también cita a un inspector de policía de aquella época que dio con la solución: "Hay más ley al final de la porra de un policía que en todo un Tribunal Supremo". En 1914, John Purroy Mitchel se hizo con la alcaldía de la ciudad y llevó a cabo una política de seguridad de "tolerancia cero". Sin piedad, pues: en cuestión de meses, más de trescientos gángsters, incluidos los principales capos del hampa, fueron a parar a la cárcel. No se endureció la ley. Simplemente, se hizo cumplir. Se acabaron también las complicidades políticas, que habían jugado un papel importante para mantener impunes a muchos de los criminales, ya fueran célebres o simples granujas que se divertían prendiendo fuego a una casa o troceando un negro. Nueva York empezaba a parecer una ciudad civilizada. Aunque por poco tiempo.

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