martes, 26 de agosto de 2008

La ciudad

(A mi hermana, que hoy cumple años)

Llegó el momento de echar el cierre. Este blog tenía el propósito de mantenerse activo durante tres meses y dar cuenta de una ciudad. Al menos, la primera expectativa la ha cumplido. En los últimos días me venció la pereza, y todos los intentos por rematar esta bitácora quedaron en un borrador. Así es el oficio: uno no siempre está en su mejor momento.

¿Qué debo añadir? Nueva York es una ciudad fascinante. Sin duda, cumple el sueño de colocar todo el mundo en un mismo lugar: no creo que haya rincón en el mundo, en su vasta y socialdemócrata concepción, que no esté representado. Tal vez ya no sea la ciudad de nuestro tiempo, o que pronto deje de serlo. Qué más da. Su irreverencia siempre se impondrá ante tales presunciones. Es una ciudad que siempre está en crisis, y ahí la tienen todavía, al pie del cañón. Su melting pot es irritante, su tráfico una amenaza diaria, sus transportes un desastre y sus gentes de lo más arrogante. Pero de alguna forma funciona. Creo que John Steinbeck la definió mejor que nadie: "Es una ciudad fea y sucia. Su clima es un escándalo. Sus políticos suelen asustar a los niños. Su tráfico es una locura. Su competencia es asesina. Eso sí: una vez que has vivido en Nueva York y ha sido tu casa, ningún otro lugar será suficiente". La conclusión es inapelable: no estamos hablando de una ciudad más. Hablamos, simplemente, de la ciudad.

Post Scriptum. "Eso sí que es una ciudad". Enrique Gómez León. Escritor.

viernes, 22 de agosto de 2008

La noche que todo el mundo conocía


El 16 de diciembre de 1960, dos aviones colisionaron en el cielo de la ciudad de Nueva York. Uno de los aparatos se estrelló en Staten Island y el otro en Brooklyn. 134 personas murieron en el accidente: los 128 pasajeros más seis transeúntes que se llevó por delante el avión que cayó en Brooklyn. En el momento inicial del impacto, sobrevivió uno de los pasajeros: un niño de 11 años que salió despedido del aeroplano y dio a parar contra un banco de nieve. Era invierno y toda la ciudad estaba nevada.

Barbara Stull era una enfermera de 22 años que se encontraba en ese momento trabajando en el Hospital Metodista de Brooklyn, a 13 bloques al sur del accidente. También fue ella la persona que cuidó del único superviviente, Stephen Baltz, mientras los doctores no daban ni un duro por su vida. Después de inspeccionar al superviviente, los diferentes especialistas abandonaron poco a poco la habitación. Alrededor de las 12.30 de la noche, sólo quedaban Stull y dos enfermeras de prácticas velando por el niño. A medida que avanzaba la madrugada, Baltz empezaba a reaccionar y balbuceaba cosas como "dónde estoy" o "quiero una tele". Luego se dormía y volvía a despertar. Y así varias veces durante toda la noche. Stull era la única enfermera que seguía despierta; mantenía la esperanzada de que ese niño sobreviviría.

Por la mañana temprano regresaron los doctores, y la habitación se llenó de una muchedumbre de expertos, administrativos y estudiantes de medicina. Sobre las 7 ó así Stull fue relevada y se marchó tranquila a casa. Era un día soleado. Todo iba a salir bien.

A las 10 de la mañana Stephen Baltz fallecía. Stull se enteraría más tarde por la radio, al poco de levantarse. Nadie del hospital se dignó llamarla para comunicarle la muerte de la joven víctima. Stull no se explicaba ese desenlace: ni la muerte del niño ni la poca delicadeza del hospital al no anunciarle el fallecimiento de la persona que había estado cuidando toda la noche.

Cuarenta años después halló la respuesta: el 16 de diciembre de 2000, un grupo de personas se reunió en la zona del siniestro, entre Sterling Place y la Séptima Avenida de Brooklyn, para rememorar ese día fatídico (una de las mayores tragedias aéreas en territorio norteamericano). Stull ya no era Stull, sino la Sra. Lewnes, y estaba jubilada. Los organizadores del acto la invitaron a hablar sobre lo sucedido. La Sra. Lewnes recordó aquella noche como la más larga del año. Tal vez de su vida. Iba narrando toda la emoción y esperanza que sentía por la vida de ese joven muchacho. Luego habló la que fuera la supervisora de las enfermeras en aquella época, la Sra. Bonner. La enfermera recordó algo que todo el mundo sabía aquella noche: "El joven Stephen estaba gravemente quemado para vivir".

En efecto, todo el mundo lo sabía. Salvo la enfermera Stull y un muchacho de 11 años que se despertaba varias veces por la noche para pedir una tele.


jueves, 21 de agosto de 2008

Itinerarios

No falla: lo primero que uno hace cuando llega a esta ciudad es pasear por la Quinta Avenida. Algo así como darse una vuelta por las Ramblas de Barcelona o por la Gran Vía de Madrid, salvando las distancias (y no sólo va un océano). Cuando me preguntan qué recomiendo visitar, empiezo por lo último que yo haría, que, al igual que todo el mundo, fue lo primero que hice: la Quinta Avenida, Times Square, Rockefeller Center, etc. Aconsejo empezar por el sur de Manhattan, que es donde se fundó la ciudad. Luego recomiendo darse un paseo por lo que queda de Little Italy, lo mucho que tiene por delante Chinatown, Canal Street, Soho, Nolita... Es decir, los antiguos "Five Points", el lugar donde se larvó el crimen y la delincuencia, los salones de juego y baile, la bebida, las mujeres y las peleas. Qué vicio.

El Village es probablemente la parte más hermosa de la ciudad, por sus restaurantes, casitas residenciales, pequeños teatros, actores, artistas y bohemios que protestan contra las injusticias del mundo pagando más de 2 000 dólares de alquiler. También hay muchas librerías de viejo y el fin de semana algunas de sus calles están ocupadas por mercadillos ambulantes. En el este del Village hay muchos bares donde se cocina la mejor música rock del momento. Siempre fue así: desde los ´60, cuando un desconocido Bob Dylan hacía sus apariciones en el Café Wha?, hasta la música indie de la actualidad. Muchos sospecharán razonablemente que habrá muchos gafapastas y artistas plásticos ocupando esos bares y calles. Y así es. Pero que nadie se asuste: el Village no es el barrio de Gracia de Barcelona. Aquí todavía guardan el respeto por las normas más elementales de convivencia. Al fin y al cabo, fue uno de los primeros lugares donde llegó la civilización democrática. Ah, y no olvidar el meatpacking district: fabuloso el imaginario de un matadero con modelos paseando alrededor.

Chelsea es mi barrio y podría hablar con demasiados prejuicios. Simplemente recordar que en el número 347 de la calle 19 vivió este bloguero. Y que en la esquina de esa calle con la Octava Avenida habita un señor en el Starbucks. Desde que empieza la tarde hasta que cierra el local, ese señor se mantiene casi inmóvil, con el mismo vaso y sentado en la misma silla. De vez en cuando se levanta, sale fuera, coge aire y otra vez para adentro. Y en la misma silla. No hace nada más que contemplar la calle. No me pregunten más: tampoco habla. Presumo que ese señor tiene una homosexualidad reprimida. No se trata de intuiciones freudianas (Dios me libre). La presunción se basa en la única contemplación posible desde ese Starbucks: parejas de gais paseando perros minúsculos.

No pretendo hacerle la competencia a la Lonely Planet, así que el viaje acabará aquí. Simplemente unas pequeñas pinceladas más: en Williamsburg (parada Bedford Av.) todavía sobrevive una pequeña comuna de jipis, con perroflautas y algunos gafapastas alternativillos. Vale la pena acercarse como quien visita un zoológico: son muy entrañables, predomina el buen rollito y no muerden. Por supuesto, pecan del mismo vicio que todos los de su especie: se creen superiores porque visten de lo más hortera, leen libros de Bukowski y no de Paulo Coelho y en lugar de perforarse el oído con música house lo hacen con la electrónica y los berridos de cualquier otro grupo de indie-rock que sabe gritar más fuerte que su vecino. Son artistas modernos. No intenten entenderlos. Por eso siempre me llevo bien con ellos.

Ahora vayan a descansar a Central Park, devoren un perrito caliente mientras contemplan un partido de béisbol en una de las canchas del parque. Ya son auténticamente neoyorquinos. Y descuiden todo lo demás.

lunes, 18 de agosto de 2008

Héroe a su pesar

En unas condiciones de salud precarias, dos años sin poder comunicarse con nadie, encandenado como un perro y servil a cualquier enfermadad selvática, el ex congresista colombiano Luis Pérez Eladio vivió un calvario de 6 años, 7 meses y 18 días en la prisión de las FARC. Después de su liberación el 27 de febrero de este año, el antiguo político, ahora exiliado en Miami por las frecuentes amenazas del grupo terrorista, publica el libro “7 años secuestrado por las FARC”. Está editado por Aguilar/Santillana, y disponible en las librerías de Estados Unidos desde el 11 de agosto. Eladio Pérez relató al periodista Darío Arizmendi, del programa “Hoy por Hoy” de Colombia, todos los detalles de su cautiverio, las duras condiciones de vida de los secuestrados, su relación con Ingrid Betancourt, sus captores, la apatía de la sociedad y la desidia del estado colombiano.
El 10 de junio de 2001, el ex senador por el departamento de Nariño se encontraba en el corregimiento de La Victoria (Ipiales, Nariño, al sudoeste de Colombia), cuando unos “guerrilleros” de las FARC lo “retuvieron”, según el lenguaje orwelliano al uso del grupo terrorista. “Creía tener 'buenas relaciones' con las FARC en el sentido de que cualquier persona que hace carrera política en Colombia no tiene más remedio que convivir con ese fenómeno”, comenta Eladio Pérez en una entrevista concedida a EL DIARIO/ LA PRENSA.
Las FARC, que se formaron en 1964, están consideradas una organización terrorista por la Unión Europea y EE UU. Eladio Pérez tenía una concepción más comprensiva con el grupo armado antes de su secuestro: “Tenía una visión altruista de un movimiento guerrillero que luchaba por el poder en Colombia para ejercitar unos cambios estructurales en la sociedad”. Después del secuestro, “me di cuenta de que es una organización dedicada hoy a fines eminentemente terroristas y vinculada de forma directa al narcotráfico”. Para el ex senador, sus prácticas de extorsión y secuestro le hizo perder a las FARC su rumbo político, hasta conseguir el rechazo unánime de la sociedad colombiana. “El sólo hecho de mantener a unas personas secuestradas es terrorismo; son actos de intimadación a la población civil”, apostilla Pérez.
Durante todo el tiempo que duró su cautiverio, el ex político tuvo en su haber una radio que le tenía informado del resto del mundo. A través de la radio recibía mensajes de su familia, gracias al programa “Las Voces del secuestro”. “La radio fue el cordón umbilical para mantener la fe y esperanza por salir en libertad un día”, añade. En los dos primeros años de secuestro, Eladio Pérez estaba solo con sus captores, sin poder comunicarse con nadie. Los terroristas tenían órdenes de no hablar con el secuestrado. “¡Hablaba con los árboles!”, narra en su libro. “Muchas veces perdí la esperanza. Uno se instala en una cultura de muerte, no de vida”, afirma el ex senador. “Más de una vez pensé quitarme la vida”.
Hubo momentos muy duros, especialmente por la precaria situación económica en la que quedó su familia. Eladio Pérez denuncia la indiferencia de la sociedad colombiana y el estado por su falta de apoyo a las familias de los secuestrados. “Nos secuestró también el olvido de la sociedad colombiana”, enfatiza el ex político.
El 4 de febrero de este año, muchos ciudadanos se manifestaban en las principales capitales del mundo en contra del terrorismo de las FARC. “La presión de la comunidad internacional fue lo que despertó la conciencia de los colombianos”, valora Pérez. “Por primera vez, nuestros compatriotas marchaban en contra de los actos violentos y la presencia de las FARC. Y se acordaron de que estábamos unos colombianos pudriéndonos en la selva”. Tuvo que pasar siete años.
“¿Cuantas muertes se podrían haber evitado si hubiera habido un mínimo de solidaridad por parte de la sociedad colombiana para tomar una determinación?”, se pregunta el ex senador. “¿Cómo una sociedad puede seguir tranquila cuando hay 4 000 secuestrados? ¿No es una vergüenza? La sociedad colombiana está enferma, anestesiada por una cultura de la violencia”.
El Estado colombiano también ha mostrado una grave irresponsabilidad al no dar protección a todos sus ciudadanos. La prueba más flagrante fue el secuestro de Ingrid Betancourt, con la que Eladio Pérez compartió cuatro años de su secuestro. O el propio caso del ex senador. A los pocos meses de ser liberado, y tras la “Operación Jaque” del pasado 2 de julio, que acabó con el rescate de Betancourt y otros secuestrados por el ejército colombiano, este ex senador tuvo que abandonar su país por las continuas amenazas de las FARC.
“Pensaron que yo había suministrado información al Gobierno de Uribe. Pero no es cierto. Nunca me pidieron esa información”, aclara Pérez. La falta de garantías de seguridad le obligaron al exilio a Miami, donde reside ahora con su familia.
Después de casi siete años de secuestro su forma de concebir la vida ha cambiado por completo. Ahora Eladio Pérez asegura valorar cosas que antes no eran prioritarias, como su familia, que sufrió mucho y nunca dejó de darle aliento. Es prudente: “Por encima de ciudadano, soy ahora un hombre familia”. Y por cautela prefiere seguir la lucha desde la distancia. Se considera un mártir, no un héroe. Sin embargo, el ímpetu por dar testimonio de su calvario y por denunciar la lacra de la violencia en su país lo han convertido, quiera o no, en un héroe. A su pesar.

(Publicado en El Diario/La Prensa el domingo 17 de agosto)

domingo, 17 de agosto de 2008

El acontecimiento

Este ha sido un verano muy aburrido para el periodismo local, cuenta el NYT. A dos semanas del Labor Day, cuando el verano acaba oficialmente en este país, no ha habido ningún acontecimiento destacable en la ciudad: la tasa de criminalidad sigue tan baja que la policía convoca ruedas de prensa para informar de algunos robos de coches en Brooklyn; el absurdamente temido calentamiento global ha concedido una tregua a Nueva York y ha habido temperaturas tolerables; ningún avión se ha estrellado en medio de la calle (y esto no va por el 11-S); tampoco ha habido brotes racistas... Nada de nada. No quiero ser gafe, y por dos semanas que quedan y que me quedan, prefiero que las aguas sigan tranquilas. Este viernes pasado hubo una amenaza de tornado en Manhattan. Y tampoco. Se quedó en eso: un susto para mantenernos a todos los periodistas inquietos (en la redacción los fotógrafos se apelotonaban en la ventana, esperando ese momento). Vaya, que en resumen, este verano será recordado como el verano en el que el Times daba la noticia de que no había noticia. Es decir, que no había acontecimiento. Un notición, la verdad, porque por fin hay un verano donde la alquimia constructivista del periodismo sucumbe a la realidad. Sin embargo, hay que mantenerse alerta: esa noticia no hace más que revelar el insofocable ímpetu teológico del periodismo, el making sense del que hablaba la BBC. Y muestra algo más, sin duda, la cara más descarnada y absurda de este oficio: no hay sentido, sólo pedazos de realidad sin conexión alguna. Así es la vida. Se acabó la ficción. Se acabó la broma. Así que volvamos al trabajo, hay cosas que hacer. Y que pase rápido el verano, antes de que alguien se arrepienta.

Menudo acontecimiento.

Post Scriptum. El post de ayer ha sufrido algunas modificaciones. No hay excusas que valgan.

viernes, 15 de agosto de 2008

La semana trágica de Nueva York

En julio de 1863 tuvo lugar uno de los acontecimientos más trágicos de la ciudad. Meses antes, el Congreso había aprobado el Acta de Reclutamiento que exigía, entre otras cosas, el incorporamiento inmediato de los mayores de veinte años a las tropas de la Unión. Pongámonos en contexto: la guerra civil americana había estallado en 1861, y el ejército del norte, que combatía por mantener la unidad del país, necesitaba reclutas para hacer frente al ejército de la confederación. Nueva York era entonces una barriada de delincuentes y pandillas sin una noción clara de la ley. Así lo documentaba Herbert Asbury en 1928 en su The Gangs of New York. De la siguiente forma lo resumía Borges en su Historia universal de la infamia:

La historia de las bandas de Nueva York (...) tiene la confusión y la crueldad de las cosmogonías bárbaras y mucho de su ineptitud gigantesca: sótanos de antiguas cervecerías habilitadas para conventillos de negros, una raquítica Nueva York de tres pisos, bandas de forajidos como los Ángeles del Pantano (Swamp Angels) que merodeaban entre laberintos de cloacas, bandas de forajidos como los Daybreak Boys (Muchachos del Alba) que reclutaban asesinos precoces de diez y once años, gigantes solitarios y descarados como los Galerudos Fieros (Plug Uglies) que procuraban la inverosímil risa del prójimo con un firme sombrero de copa lleno de lana y los vastos faldones de la camisa ondeados por el viento del arrabal, pero con un garrote en la diestra y un pistolón profundo; bandas de forajidos como los Conejos Muertos (Dead Rabbits) que entraban en batalla bajo la enseña de un conejo muerto en un palo; hombres como Johnny Dolan el Dandy, famoso por el rulo aceitado sobre la frente, por los bastones con cabeza de mono y por el fino aparatito de cobre que solía calzarse en el pulgar para vaciar los ojos del adversario; hombres como Kit Burns, capaz de decapitar de un solo mordisco una rata viva; hombres como Blind Danny Lyons, muchacho rubio de ojos muertos inmensos, rufián de tres rameras que circulaban con orgullo por él; filas de casas de farol colorado como las dirigidas por siete hermanas de New England, que destinaban las ganancias de Nochebuena a la caridad; reñideros de ratas famélicas y de perros, casas de juego chinas, mujeres como la repetida viuda Red Norah, amada y ostentada por todos los varones que dirigieron la banda de los Gophers; mujeres como Lizzie the Dove, que se enlutó cuando lo ejecutaron a Danny Lyons y murió degollada por Gentle Maggie, que le discutió la antigua pasión del hombre muerto y ciego; motines como el de una semana salvaje de 1863, que incendiaron cien edificios y por poco se adueñan de la ciudad.

Esa semana salvaje a la que hace alusión Borges fue la respuesta de los "elementos más viles de la ciudad", según lo describió el New York Times de la época, al Acta de Reclutamiento. Para The World, el diario fundado por Pulitzer, esos alborotadores representaban a los trabajadores. Este periódico no tardó en adoptar el punto de vista del Times, que era el único posible, cuando en cuestión de horas esos trabajadores prendieron fuego a media ciudad y aplastaron a la policía y a los regimientos del ejército que la protegían. Sin duda, esa muchedumbre incendiaria estaba dirigida por los personajes más criminales, que consiguieron movilizar una masa de más de 10 000 pandilleros. Muchos de estos enarbolaban banderas que rezaban "No al reclutamiento" y "Somos América", y amenazaban con no detenerse hasta que el Acta fuera derogada. La ciudad entonces estaba casi desprotegida, pues la mayoría de soldados que la custodiaban había tenido que zarpar días antes de los alborotos para fortalecer el frente. No fue hasta una semana más tarde, cuando aparecieron los cuatro regimientos del ejército que había enviado el ministerio de defensa, que se pudo poner fin a esa semana trágica. El Congreso eximió a la ciudad de Nueva York de la aplicación del acta, sin embargo, los pandilleros siguieron incendiando todo lo que le dejaban hasta que el ejército pudo controlar la ciudad al completo.

Esa semana se saldó con un éxodo de miles de personas que no regresaron hasta pasado varios meses, cientos de muertos (la mayoría pandilleros), dieciocho negros asesinados (los alborotadores eran incluso más antiabolicionistas que sus vecinos sureños; negro que veían, negro que colgaban), cientos de edificios incendiados, un cuerpo de policía descompuesto y una ciudad deshecha. Finalmente, por complicidades políticas, de los miles de detenidos por el ejército y la policía, sólo se condenaron a veinte personas.

Nueva York siguió a merced de todos esos delincuentes hasta principios del siglo XX. Asbury apela al trasfondo socieconómico de muchos de esos pandilleros y gángster para explicar el mundo del hampa y la delincuencia. Sin embargo, también cita a un inspector de policía de aquella época que dio con la solución: "Hay más ley al final de la porra de un policía que en todo un Tribunal Supremo". En 1914, John Purroy Mitchel se hizo con la alcaldía de la ciudad y llevó a cabo una política de seguridad de "tolerancia cero". Sin piedad, pues: en cuestión de meses, más de trescientos gángsters, incluidos los principales capos del hampa, fueron a parar a la cárcel. No se endureció la ley. Simplemente, se hizo cumplir. Se acabaron también las complicidades políticas, que habían jugado un papel importante para mantener impunes a muchos de los criminales, ya fueran célebres o simples granujas que se divertían prendiendo fuego a una casa o troceando un negro. Nueva York empezaba a parecer una ciudad civilizada. Aunque por poco tiempo.

jueves, 14 de agosto de 2008

Aroma latino

La Marqueta la cerraron hace unos años, me explicó una mujer muy simpática que pasaba por allí. Bueno, en verdad era yo quien pasaba por allí, porque yo, y no ella, era el forastero. Me preguntó en spanglish - ese híbrido lingüístico a veces incomprensible - de dónde era. "¿Ah sí? Pues hasta hace poco había un padre de Barcelona predicando en mi parroquia". Sonreí y respiré aliviado: un padre y encima de Barcelona. Luego ella siguió su camino. Yo me quedé un rato embobado. La Marqueta llevaba años cerrada y yo había venido expresamente para verla. Estaba en el East Harlem, más conocido por sus lugareños como "El Barrio" o el Harlem Español. Era una mañana de domingo, y me apetecía pasear por esa zona tan entrañable: gente sentada en las aceras, con sus sillas y mesas invadiendo la calle; coches pasando a toda leche con la música a todo volumen; salsa; restaurantes caribeños y mexicanos, etc. En la calle 116 con la Avenida Lexington habían abierto una de esas ferias que me recordaban a las de mi antiguo barrio de Tarragona. Recordarán bien: la rana, una noria, los autos de choque... Nadie de los que después nos desfogamos de adolescentes en Port Aventura nos atreveríamos a subir en esos aparatos roídos por tiempo.

De vez en cuando veía algunos turistas con sus guías en la mano, para sorpresa y hazme reír de los vecinos de El Barrio. Sin duda, para muchos turistas y neoyorquinos el East Harlem es un lugar exótico. Los puertorriqueños que llegaron en la década de los ´50 construyeron su particular Puerto Rico. Más tarde llegaron los dominicanos. Ya estaba casi el Caribe al completo, cuando llegaron los mexicanos. El Barrio, entonces, ganó en exotismo, al parecer de sus conciudadanos. Todavía no entiendo tanta rivalidad entre bandas, quiero decir, entre paisanos: los puertorriqueños se agarran un mosqueo si se les confunde con los dominicanos (y viceversa); y con los mexicanos... bueno, ni tocarse. Esto en la teoría. En la práctica están todos bien mezclados, como ocurre en las mejores familias. Menuda lección de realismo para los más obtusos multiculturalistas. No por una presunta identidad panhispánica, que no existe, por mucho que El Diario y demás medio(cre)s se esfuercen en crearla y sacar réditos de ella. Se trata del peor sensacionalismo, qué duda cabe, esto de las identidades y demás artificios de la tribu en esta época contemporánea.

Unas calles más abajo se encuentra el Upper East Side, la zona más adinerada de Nueva York. Se acabó lo exótico: lujo, coches caros, museos, grandes restaurantes, joyas, etc. Se acabó la comunidad y llegó el individuo. La pobreza y el dinero. Y luego le achacan al individualismo todas las miserias de nuestras sociedades. Sólo hay que bajar de El Barrio al Upper East Side. Un tránsito de la comunidad al individuo. Menuda lección.

martes, 12 de agosto de 2008

Wreck on the Highway

Ayer presencié cómo un coche arrollaba a un motorista en la autovía paralela a la ribera del Hudson. Cuando uno llega a esta ciudad, una de las primeras cosas que aprecia es la algarabía de coches y bocinas. Con razón no se ve ningún motorista dentro de la ciudad. Hay que tener valor para adentrarse con una moto en ese manicomio de fitipaldis. Uno acaba contemplando las vías como carreras de coches. Y así estaba yo. Caminaba por el paseo marítimo del Hudson asombrado no por la estupenda puesta de sol, con Nueva Jersey de fondo. Miraba fascinado el rally que tenían montado en esa autovía.

Al cabo de diez minutos llegaba la policía, la ambulancia y un camión de bomberos. Ahora comprendía por qué no paraba de ver siempre a estos últimos para arriba y para abajo como si toda la ciudad estuviera en llamas. Estos campeones del ruido son solicitados para cualquier tipo de tarea. Hasta para la más innecesaria. Supongo que entra en el manual de parafernalias de la ciudad de Nueva York. Con respeto al accidentado, era un motorista lo que yacía en la calzada. No había gente atrapada entre los hierros de un coche ni ardía ningún edificio. Todavía no entendía tanto espectáculo.

Pasaron quince minutos y la policía era incapaz de regular el tránsito. Atravesaron un coche para cerrar el paso de dos de las tres vías. Sin más. Ningún agente regulando el tráfico, ninguna otra señal. La incompetencia de la policía era pasmosa. Dos coches de policía, cuatro agentes. Y el tráfico un caos. Supongo que esto también entra dentro del manual de anarquía que caracteriza el tránsito de Nueva York, especialmente por lo que respecta a sus agentes de tráfico. Pasa como en algunas ciudades de España: cuántos conductores nos hemos agarrado fuerte al volante al ver llegar los urbanos. Cuánto empeño por empeorar las cosas.

Y la víctima. No quiero olvidarme de la víctima.


domingo, 10 de agosto de 2008

La primera libertad

José Reinoso, en El País, batea fuerte: "La historia china del último siglo -marcada por la guerra civil, hambrunas, caos político y aislamiento- explica en buena medida por qué la mayoría de la sociedad no reclama cambios políticos y por qué los Juegos Olímpicos son un motivo de celebración para muchos ciudadanos, a pesar de las voces disidentes, debidamente silenciadas. El país es estable y cada vez más rico [subrayado mío]". Cuando llegué aquí pensé que uno de los grandes beneficios de la diferencia horaria era que podía adelantarme a mis paisanos al leer la prensa de mi país. Con el tiempo cambié de idea, y llegué a la conclusión de que de beneficio nada. En todo caso, una vergüenza. El corresponsal en Pekín del primer diario español se permite un extensísimo reportaje propagandístico. Un brindis al sol para celebrar el ascenso chino. Y ya de paso celebremos también la pérdida de la hegemonía global del maligno. Léase, Estados Unidos. Nada que ver con lo que puedan escribir un The New York Times aquí o un The Washington Post. Tampoco hace falta venirse tan lejos. Por Europa se pueden leer buenos trabajos, como este estupendo reportaje del semanario alemán Der Spiegel.

No es la primera vez que hablo de la prensa de Estados Unidos. En Nueva York circulan dos de sus grandes diarios: el New York Times y el Wall Street Journal. Cada día presentan sus extensas noticias citando fuentes, con entrevistas y documentación. Una maravilla. Ante la pirotecnia china, los periódicos de este país se dedican simplemente a hacer periodismo. Nada más. Y, tampoco, nada menos, visto cómo está el patio. Abrieron hace poco un colosal museo en Washingston, el Newseum. Han hecho falta siete plantes para presentar la historia del periodismo, que es también, primordialmente, la historia del siglo XX. También es principalmente la historia del periodismo estadounidense. No vale llegar allí y criticar la poca presencia del periodismo de otros países. Salvo algunas excepciones europeas, el único periodismo que realmente merece ese nombre es el que se hace en este país tan injustamente odiado. Es la única conclusión posible. Si todavía queda honestidad para reconocerlo.

Post Scriptum. "Una conclusión se impone al visitante, cuando, en esta mañana de primavera fría y lluviosa, termina la visita: a lo largo de la historia, el periodismo en los Estados Unidos ha gozado de una libertad extraordinaria para criticarlo todo, sin eufemismos ni pelos en la lengua. No hay país que se haya sometido a una autocrítica semejante. No siempre fue fácil. Hubo muchas batallas y obstáculos en el camino, pero, aun en los períodos más difíciles -los años del macartismo, por ejemplo, o el recientísimo de los escándalos de Abu Ghraib y Guantánamo-, siempre aparecieron órganos de prensa y periodistas que se enfrentaron a los intentos de censura del Gobierno o de los poderes fácticos -las fuerzas armadas, las corporaciones, las iglesias, los sindicatos-, y fueron a pelear a los tribunales y la justicia terminó dándoles la razón. No es difícil establecer un vínculo entre este hecho -el de haber tenido un periodismo independiente y crítico a lo largo de toda su historia-, y ser Estados Unidos uno de los escasísimos países del mundo que puede jactarse de no haber padecido nunca un dictador. Porque la ecuación es infalible: el grado de libertad de que goza la información es un reflejo inequívoco de la libertad que existe en el conjunto de la sociedad, y viceversa. Se trata de una regla que no tiene excepciones". Mario Vargas Llosa, "El cuarto poder", El País, 4/5/2008.

viernes, 8 de agosto de 2008

Carne fresca

Hasta ahora no había deparado en una de las grandes maravillas de esta ciudad: el meatpacking district. Es un lugar todavía en transición. Se mantienen las viejas naves industriales donde se empaquetaba toda la carne junto a los bares y restaurantes más de moda de la ciudad. Los que seguían "Sexo en Nueva York" conocerán mejor que nadie esos locales tan elegantes. Por cierto, guardo una relación todavía perdurable con la famosa serie que no hace mucho se estrenó en el cine. Cuando estaba en Inglaterra mi cuñada me animaba a verla disuadiéndome a la vez. Su argumento lo decía todo: "Con esta serie entenderás mejor a las mujeres". Finalmente accedí, no tanto por alcanzar esa misteriosa sabiduría como por mejorar mi inglés anacoluto. Después de sobrevivir a unos pocos capítulos el resultado fue desalentador: no entendía el inglés y menos aun a las mujeres. Lo dejé. En septiembre pasado estuve haciendo el indio por esta ciudad con una beca del ministerio de educación. El último día de mi estancia, mientras paseaba sin rumbo con unos amigos durante toda la noche, vimos cómo rodaban la película en el meatpacking district. Cuando regresé a finales de mayo, me tuve que tragar la película. No hubo opción. Me ahorraré cualquier tipo de comentario: me juego al menos una noche solitaria de albergue.


Hablaba del meatpacking district. Repito: es una de las zonas más asombrosas de Nueva York. Todavía se conservan los caserones antiguos que albergaban los mataderos que alimentaban toda la ciudad. Sin embargo, de las 250 plantas sólo se mantienen en funcionamiento 35 y uno de los grandes símbolos del bistec: el "Old Homestead", el homesteak house más antiguo de Nueva York (1868), donde, por cierto, van a ponerse las botas los carniceros más ricos de la ciudad, para envidia de un servidor. Cada vez que paso por delanto me relamo las fauces y empiezo a salivar como el perro de Pavlov. Los precios son prohibitivos. Ya me di el lujo en el Peter Luger. Y no me arrepiento. Es más, lo volvería a repetir. Pero esta vez en el "Old Homestead".

En los estertores de la época industrial, el meatpacking district se fue convirtiendo en un lugar de putas, gays, drag queens, transexuales y otros grandes vividores de la noche. Tuvo su particular "movida" en los ´80, cuando abrieron los primeros clubs y Nueva York era una de las ciudades reina del crimen, las drogas y la mala vida. Qué tiempos. En los noventa, cuando se empezó a sanear la vida pública y aún no existían las prohibiciones que dicta el fetiche de la vida sana, la zona evolucionó hasta convertirse, según la revista New York Magazine, en el vecindario más fashion de la ciudad. Abrieron grandes tiendas de moda y restaurantes que alcanzaron gran celebridad, como el Pastis o el Buddha Bar. Saltaron las alarmas. Los vecinos temieron, con fundamento, que el barrio acabaría por convertirse en un Soho o un Tribeca. Es decir, un lugar con grandes negocios de moda, restaurantes caros y alquileres altísimos. Se formó la asociación "Salvemos el Gansevoort" (Gansevoort es la voz holandesa con la que se conocía antiguamente el meatpacking district) con la intención de convertir el lugar en uno de los distritos históricos de la ciudad. Los pasos, pues, ya estaban dados: el Soho y Tribeca ya formaban parte de los 77 distritos históricos de la ciudad. Desde un principio fue, por tanto, una batalla perdida.



Un paseo por el meatpacking district da cuenta del cambio imparable que está sufriendo el barrio. Los viejos pabellones polvorientos donde se mataban las reses anuncian la apertura de nuevas tiendas de moda. Dentro de pocos años ya apenas quedará nada de esos mataderos. Sólo la fachada y quién sabe si el aspecto solitario de algunos atardeceres. Y un homesteak house con olor a carne fresca. Si alguna vez me pierdo, que me busquen allí.

martes, 5 de agosto de 2008

Retazos periodísticos

Vivo en la ciudad de los festivales. Durante la semana, hay entre dos y tres festivales diferentes. Y no exagero. Exagera Nueva York. Ayer mismo me invitaron (ojo, me invitaron) a una conferencia de prensa sobre el festival México Now! Una maravilla. La conferencia, digo. Los periodistas perdimos el culo (pero no el apetito) por cubrir el evento. Fue en el restaurante Pampano, justo al lado del Instituto Cervantes. Se anunciaba un Cocktail Party. Ya saben, comida y bebida en un restaurante de categoría. Y de gratis. Los periodistas fuimos pitando. Y maricón el último. Este oficio me está empezando a gustar: coctél, fiesta, tuteos, besuqueos, etc. En resumen, como si no hubiera salido de la universidad. No faltaba nadie: lameculos, intelectuales, chuloplayas, chuloputas, chulopollas, etc. Y buena gente. Muy buen rollito. Mola. ¿Periodismo? No jodas. Publicidad y mercadotecnia: unas cuantas declaraciones de los organizadores, alguna que otra entrevista a un artista invitado y ahí lo tienes. ¿Cuándo saldrá la nota? Muchas gracias, Javier. Esperamos verte en el festival.

Más periodismo. Una fiscal del Bronx va a publicar un libro sobre abusos infantiles. Me mandan entrevistarla. Esa mujer se propone hacer el bien y el periodismo no puede faltar a ninguna de las grandes causas. En un momento bajo, pierdo el control de la entrevista. Y me entrevista ella. Qué tal está esto en España. Bien, en España también abusamos de los niños, como en todas partes. ¿Algún caso notorio? Bueno, hubo un caso ficticio, hace unos diez años. En Barcelona. Era verano. Ya sabe, la época en que literatura y periodismo flirtean con más descaro. Se montó una trama internacional de pederastia que no veas, you know? Se abusó de muchos niños. Demasiados. ¿Y cómo acabó? Pues como acaban todas las historias de polis y cacos. Los malos a la cárcel y los buenos victoriosos. Funciona bien la justicia, entonces. Sí, bueno, luego se demostró que todo había sido una farsa. ¿El qué, la trama? Sí, un gran periodista desmontó el embeleco. Se jodió la historia. Por cierto, ¿nunca ha pasado algo así aquí en Nueva York? ¿El qué? Sí, un policía con aspiraciones de novelista, un juez holgazán, trabajadores sociales y psicólogo-psicoanalistas comprometidos, una sociedad conmovida, etc. ¿Cómo?

Post Scriptum. Penúltimos días de Ceausescu en Nueva York. Cortesía de Happel.

lunes, 4 de agosto de 2008

Más negros

La estafa del grupo. Y su maravilloso mundo de la diversidad. Era ahí a donde quería llegar. Obama dio un maravilloso y sentimental discurso sobre la raza para concluir que todos, negros, blancos y amarillos eran americanos. Recordó lo obvio: todos son ciudadanos. Me eché a llorar. Creía haber entendido por fin el auténtico logro de ese movimiento por los derechos civiles: convertir a los negros en individuos. Léase, ciudadanos. Sin embargo, el resultado fue el contrario: el grupo, y su ficción de la diversidad. Se impusieron cuotas y la canallada de la discriminación positiva. Se colectivizó, por tanto, la desigualdad. Y, ya puestos, la estupidez. Nadie se hará responsable de su propio fracaso. Todo se debe a una injusticia de un pasado todavía latente (que en etimología zapaterista viene de "late atento", como ideología de "idea lógica").

De Obama se hablan maravillas. Hasta yo me emociono. De momento, su último gran paso ha sido un despunte de la raza a la clase. Es un intelectual y piensa: mis hijas, que no necesitan ningún tipo de ayuda, se podrían ver beneficiadas por las medidas de discriminación positiva basadas en la raza. En cambio - continúa - una familia blanca pobre, no. Bien razonado. Un paso más (¡atrás!), y dará por muerta la discriminación positiva. Pero a tanto no llegará. Obama es un socialdemócrata, tal vez a su pesar. Y la socialdemocracia sólo entiende de cuotas. Y digo a su pesar si es cierta la versión que circula por ahí de que Obama no mencionó la raza en su solicitud de ingreso a Harvard. Vamos, que fue el mérito lo que le llevó allí. Y estas alturas, todo el mundo sabe que el mérito no es de este mundo socialdemócrata.

Y acabo ya con los negros (no de forma literal, se entiende). El gran salto no es el que de momento propone Obama: de la raza a la clase (al menos esta última categoría es menos difusa y se puede sostener con datos socioeconómicos). Sino de la raza al individuo. El fin de la discriminación positiva. Todo un mérito. Pero para entonces se tendrán que haber cerrado unos cuantos departamentos universitarios de estudios políticos y sociales. Eso sí que sería un auténtico mérito.

Post Scriptum. "Por mi parte opino que el problema negro no existe, y que no existe precisamente porque los negros son una raza de color. Si los negros fuesen blancos, entonces sí que constituirían un problema como el que constituyen los gangsters o pistoleros, a los que no hay medio de aislar; pero dentro de su piel cada negro está tan lejos de los otros ciudadanos americanos como un papagoe en su campo de concentración. Es decir, que, en mi sentir, el problema negro se resuelve por sí mismo, y esto, después de todo, no deja de ser una suerte, porque si hubiese que resolverlo desde fuera, ya podríamos esperar sentados". Julio Camba, "Negros y blancos", en "La ciudad automática".

viernes, 1 de agosto de 2008

Negros

McCain dijo anteayer que Obama estaba jugando la carta de la raza. Y a continuación apostilló que Obama no se parecía a los otros presidentes que salen en los billetes. Vamos, que McCain daba por hecho que él no sería el próximo presidente y que Obama, que sí lo será, es negro. No hace mucho, el gobernador del estado de Nueva York, Paterson, que también es negro, advertía que todavía quedaba mucho por hacer (por combatir la discriminación racial). Recuerdo, por cierto, que leí esa noticia en una estupenda cafetería donde sirven los mejores cafés de la ciudad. Se llama Joe Café y creo que se encuentra en la calle 23 entre la novena y décima avenida. Saboreaba el mejor café con leche. ¿O era un capuccino?

En Nueva York hay muchos negros. Aunque depende, claro, de la zona. Donde yo vivo, en Chelsea, la mayoría es gay. Y aquí no importa el color, pues la bandera tiene varios (es un arco iris...). Hablaba de negros. Y ayer de la correción política. Pido, pues, disculpas por adelantado. Los negros, amén de personas, son también un tema delicado. En este país llevan más de dos siglos debatiendo sobre esto y una guerra civil. Así que mejor no tomárselo a pitorreo. La cosa es seria. Habrá que ponerse circunspecto.

Hasta hace cuatro décadas existía la segregación racial a pesar de que la esclavitud había quedado abolida en la segunda mitad del siglo XIX. Recordarán: prioridad de los blancos sobre los negros, escuelas no mixtas, etc. Con el tiempo, las medidas de discriminación positiva tomadas por el gobierno de Kennedy y los sucesivos presidentes y las luchas por los derechos civiles de iconos como Martin Luther King han hecho progresar a esa minoría racial. Hasta el punto de que muchos han cuestionado la necesidad de la discriminación positiva. La pregunta no es si ha resultado efectiva, que a juzgar por las cifras, no ha ido nada mal. Sino, ¿hasta cuándo?

De inicio, desconfío de las bondades de la discriminación positiva. Fui educado en la cultura del esfuerzo (aunque luego resulté ser un vago) y si las oportunidades son las mismas, el resto debe ser confiado al mérito. Y no valen excusas colectivistas que eximan de cualquier responsabilidad individual. Tampoco la apelación al medio. Como medida provisional, la discriminación positiva puede ser útil para subsanar una injusticia del pasado. Pero perpetuarla sine die puede resultar muy contraproducente. De hecho, así ha sido. En un artículo en The Economist, se podía apreciar el mejoramiento sustancial de la población negra en las cuatro últimas décadas. Con datos de la oficina del censo de Estados Unidos, el autor mostraba que a pesar de la distancia que todavía mantiene con la población blanca, los negros habían dado un salto realmente considerable: "La vida de los afroamericanos ha mejorado destacadamente. La media de ingreso en los hogares negros ha crecido de 22,300 dólares (con el valor del dólar en 2006) en 1967 a 32,100 dólares en 2006. La esperanza de vida de los negros ha variado de los 34 años en 1900 a los 73 de hoy. Hoy muchos negros pertenecen a la clase media".

(continuará)

jueves, 31 de julio de 2008

Por una palabra

La correción política vino de Estados Unidos, como otros tantos espantajos del pensamiento: la histeria por el cambio climático, el multiculturalismo, etc. No hay momento del día donde no se esté ofendiendo a una minoría por tal o cual palabra. Sin duda, ahora lo más "trendy" es lo políticamente incorrecto. Pero sin pasarse. Pongamos, por caso, la portada del semanario The New Yorker. Con acierto, Arcadi Espada apuntó contra esa tendencia al lenguaje recto, el primer derivado de la corrección política. Si tenemos que amarranos la lengua para no ofender a nadie, se acabó la ironía. Léase, el libre pensamiento.

La corrección política ha anestesiado el mejor periodismo del mundo. Uno puede hablar libremente de lo que quiera en la calle. Pero ha de tener cuidado con lo que escribe. Por una palabra... ¡zas! Yo no sé qué te diera por una palabra. Todavía me pregunto en qué habrá ayudado tanta rectitud. Esas minorías, que por más que busco por la calle no encuentro, siguen en el mismo lugar: en periódicos, televisiones, cines y radios. Muchos no sabían que eran insultados. Hasta que llegó un iluminado para despertar sus adormecidas conciencias. Y ahí los tenemos, todos tan monos, tan bien colocaditos en su sitio. Qué nadie se mueva, que no saldrá en la foto. Qué estampa tan bonita.

martes, 29 de julio de 2008

Una cultura muerta

He vuelto a la Hispanic Society. Esta vez, por encargo. En el museo conocí a una profesora de literatura española de la Universidad de Santiago de Compostela. Lleva todo el verano trabajando en la Biblioteca Pública de Nueva York y siguiendo el rastro de los escritores españoles de principios del siglo XX. En la Hispanic Society hay firmas y dedicatorias de Juan Ramón Jiménez o Valle-Inclán. La mayoría de esas rúbricas pasa desapercibida al visitante, pues se encuentra escondida entre las columnas. Hay una dedicatoria de Rubén Darío a Archer Milton Hutington, el fundador del museo. La firma se encuentra tras un retrato de Ramón y Cajal, justo a la entrada. Esa profesora de literatura española acaba de hacer un hallazgo. Me pide que no lo publique. Es una estupidez, la verdad. La petición se eleva al estatus de exigencia, algo muy común entre la gente de mi país: "No me chafes la investigación, que llevo meses en esto". No puedo dejar de sonreír. Por su tono, parece que esté en algo entre el Watergate y los misterios del 11-M. Constato una vez más cómo algunos investigadores de mi país cambian el rumbo de nuestra historia rastreando por medio mundo el lugar donde tal escritor echó su primera meada, la calle donde paró para colocarse bien los huevos, tirarse un pedete y gritar "bingo". En fin. Luego saldrá publicado en una revista que sólo leerán los compañeros del departamento (si acaso) y quedarán orgullosos de ese gran descubrimiento. Que no se preocupe, le dejo con su Watergate.

Luego entrevisto a Marcus Burke, el conservador de arte del museo. Burke es un tipo muy entrañable y con gran sentido del humor. Me habla de las exposiciones del museo, el fundador y demás cosas que ya (a)noté antes. Me enseña la Biblioteca, un lugar donde se guarda manuscritos raros, una de las primeras copias de "La Celestina" y un mapa del mundo dibujado por Juan Vespucci en 1526. Según me cuenta esa profesora de literatura, son muchos los filólogos españoles que vienen a investigar a la biblioteca del museo. Burke dice que dispone de un fondo bibliográfico enorme. Más de 15 000 libros impresos antes del siglo XVIII. 250 de ellos son incunables. Luego me lleva a La Sala Sorolla. Está ahora cerrada por reformas y porque los cuadros están viajando por España. Hutington tenía una especial predilección por Sorolla. Fue coetáneo suyo y se trajo buena parte de sus obras de arte a la Hispanic Society. Con consentimiento del autor, aclara Burke. Hutington no quería expoliar España, aunque se empeñó en comprar el país entero. Todo, salvo los manuscritos, lo adquirió fuera de la Península. En países como Francia e Inglaterra, y de forma legal.

Me fascina esa figura de Hutington. Todavía no entiendo por qué esa obsesión por un país que a nadie la interesaba a finales del XIX (su tío le reprochó una vez: "es una cultura muerta"). Con 12 años hace un viaje con su madre, visita París y Londres, y cuando visita el Louvre dice que quiere vivir en un museo. Lee un libro sobre los gitanos en la Península Ibérica y se empieza a aficionar (por España, creo). París, Londres, Vivir en un museo, gitanos, España, cultura muerta. Creo que poco a poco lo voy entendiendo.

lunes, 28 de julio de 2008

La capital del trabajo

Alvin nos invitó a N. y a mí a su casa. Alvin vive con su familia en El Bronx, justo pasado el puente de Broadway, al norte de Manhattan. Llegaron de la República Dominicana hace seis años o así. No sé de qué situación escapaban, pero encontraron el Nueva York que todo el mundo encuentra cuando se quiere instalar en esta ciudad: el Nueva York del trabajo. Sin duda, es una de los lugares donde hay más obsesión por trabajar. A pesar del pinchazo sufrido por la crisis, la ciudad sigue creciendo, y continúa viva en la vorágine de las finanzas. Ya se puede hundir la tierra, que las oficinas seguirán abiertas al público.

Alvin siempre me cuenta que aquí la vida sólo es trabajar. Estudia Ingeniería Civil en el City College y trabaja en un locutorio. En verano, cuando llegan las vacaciones, es cuando disfruta de más tiempo libre. Pero cuando llega el Labor Day (primer lunes de septiembre), se acabó todo, me dice apesadumbrado. Los norteamericanos tienen ciertas fechas que marcan los puntos de inflexión de la vida social y económica. En el Memorial Day (último lunes de mayo), se rinde una conmemoración a todas aquellas personas que dieron la vida por la patria. Para los estudiantes, es el comienzo de las vacaciones. Para el país entero, el arranque del verano. El Labor Day señala el fin de la época estival. Vuelven las clases y comienza la melancolía otoñal. El 4 de julio y el Día de Acción de Gracias son las otras dos fiestas federales del calendario económico. Aun así, la gente no deja de trabajar. Alvin me cuenta que el Día de Acción de Gracias es el único día donde se respeta la fiesta. Tal vez sea lo más parecido a nuestro día del trabajador . Eso sí, a las 3 de la madrugada del día siguiente, todas las tiendas abren al público. Comienzan las rebajas. Alvin dice que eso es una locura.

Alvin dice que aquí sólo se vive para trabajar. Y yo le creo. Él siempre está trabajando. Todo el mundo está trabajando. Hasta yo mismo trabajo algo. Pero esto último es un secreto. Las autoridades piensan que estoy de vacaciones. Y yo también lo pienso, porque no pego ni golpe. Para los turistas, Nueva York es una ciudad de película. Pero la vida aquí es diferente. Antonio Muñoz Molina me decía que Nueva York ya no es la ciudad de nuestro tiempo. Se está haciendo una ciudad muy difícil para vivir, como París. Se está haciendo cada vez más cara. Especialmente los alquileres de pisos. Shangai es la ciudad del mañana, me dice. Supongo que para saber lo que es realmente Nueva York, hay que vivirla. Y vivirla no significa ir a los musicales de Broadway, coger el ferry para visitar Staten Island o pasearse a cualquier hora del día por El Bronx. O al menos no sólo eso. Vivirla significa trabajar. Pero eso, digo yo, pasa con cualquier otra ciudad. Antonio Muñoz Molina tampoco pega ni golpe. Como yo.

sábado, 26 de julio de 2008

Ellis Island o cómo se creó EE UU (y 2)

Cuando en 1914 estalló la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos se enfrentó al problema que ya habían tenido otras naciones: crear patriotas. Había alemanes, polacos, irlandeses, italianos, pero faltaban patriotas. Era un asunto especialmente delicado: al otro lado del Atlántico había empezado una guerra entre europeos, y Estados Unidos estaba formado por esos europeos que ahora se peleaban al otro lado del charco. Así que llegó el tío Sam y decidió meter a todos esos inmigrantes en un marmita. Y, venga, a crear ciudadanos. A eso los más refinados lo llamaron "melting pot". Se tomó como patrón la cultura de la élite, que era anglosajona. Y la verdad es que salieron la mar de guapos: empezaron a hablar inglés, las generaciones posteriores perdieron el idioma materno y hasta los más oscuros empezaron a parecer blancos (aquí los negros se dejarán a un lado, para otro día).

El museo de Ellis Island muestra la ingente cantidad de publicaciones en varios idiomas que había en Estados Unidos, sobre todo en Nueva York, antes de la guerra. Durante la contienda, todos esos periódicos y revistas tomaron partido por el país de acogida, que no era otro que su único país. Y como quedaba algún que otro rezagado que no sabía por quien apostar, se les explicaba en alemán, italiano o polaco que eran americanos y que tenían que defender a su país (Estados Unidos, se entiende). Fue muy duro para los alemanes, que se ganaron varias enemistades. No tuvieron suficiente con que les cambiaran los apellidos; además, en algunos lugares, les prohibieron hablar su idioma.

El tiempo ha pasado, pero todavía se sigue hablando de Italian-Americans, German-Americans, Irish-Americans, Jewish-Americans y demás Americans con un guión delante. Incluso de Asian-Americans (este último, de reciente creación). El multiculturalismo ha revitalizado las raíces primigenias, a pesar de que ninguno de los asignados se identificarían con esa adscripción. Pero no importa, para eso están los burócratas del censo y los activistas de las minorías oprimidas y alienadas. Y eso ocurre en la cultura más híbrida y mestiza que jamás se haya visto.

viernes, 25 de julio de 2008

Ellis Island o cómo se creó EE UU

Llegó el ferry y empecé a notar náuseas. No por el viaje, sino por el espectáculo. Para que se hagan una idea: Ellis Island la podría haber comprado Port Aventura y nadie hubiera notado la diferencia. Ya sé que esto va a sonar a la vieja cantinela de "odio tanto turista" cuando yo soy uno de ellos. Esta vez mi ingenuidad me llevó al sitio equivocado: yo creía llegar a un lugar virgen, y fui a parar a un parque de atracciones. Está claro que me había equivocado de lugar. Y seguramente de día. Pero qué más da. Ya estaba allí y tenía que verlo.

Ellis Island se ha convertido en una de las islas de visita obligada en esta ciudad. Después de la Estatua de la Libertad, tal vez sea la más frecuentada por turistas. La Estatua de la Libertad puede ser omitida en el itinerario perfectamente: es un pérdida de tiempo y de dinero. Desde el ferry que va a Staten Island, que es gratis, se puede contemplar bien. Con eso basta. Sin embargo, me precipité al juzgar Ellis Island con tanta dureza nada más llegar. Incluso el museo. Cuando entré, pensé que me encontraba ante un monumento a la barbarie. Me desagradaba la idea de convertir en atracción turística una isla que había sido el lugar de recepción de 12 millones de inmigrantes llegados de otros lugares del mundo.

Para evitar el disgusto, uno debe sortear la planta baja sin detenerse. No hace falta mirar a los lados ni leer los grandes rótulos, salvo aquel que dice "planta 1". Llegado allí, llegó la calma. Y cuantas más plantas se sube (hay un par más) más calma. Muchos turistas vienen con familias y apenas aguantan el embate de la primera. Y no es para menos: ser turista es muy cansado.

Entre 1892 y 1954, Ellis Island fue el lugar donde llegaban los barcos cargados de inmigrantes. Allí se les sometía a diversas inspecciones médicas, se cercioraban de que los recién llegados tuvieran dinero suficiente para no tener que mendigar por las calles y se les asignaba un destino. Durante ese tiempo, 4 millones de personas se quedaron en la ciudad. El resto fue a parar a otros lugares del país. Nueva York era el destino del 70% de los barcos que zarpaban a Estados Unidos llenos de inmigrantes. El museo no tiene pudor en mostrar las malas condiciones en las que éstos eran recibidos: muchos pasaban días hacinados en el barco hasta que por fin podían desembarcar; se les obligaba a dejar las maletas amontonadas en un rincón, y muy pocos las recuperaban; los médicos no contaban con apenas recursos para examinar detenidamente a esos desgraciados, etc.

También se explican anécdotas muy divertidas, como la de aquella niña que en un test de inteligencia le preguntaron: "¿Por dónde empezaría a limpiar las escaleras, por abajo o por arriba?". Y la muchacha, más fresca que nadie, respondió: "No he venido a América a limpiar escaleras". Y la historia de aquel inmigrante italiano: "Llegué a América porque había oído que las calles estaban pavimentadas con oro. Pero cuando llegué aquí descubrí tres cosas: primero, que las calles no estaban pavimentadas con oro; segundo, que ni siquiera estaban pavimentadas; tercero, que era yo quien tenía que pavimentarlas".

El museo se detiene en explicar ampliamente la época con mayor inmigración en Estados Unidos: de 1880 a 1924, cuando se empezó a formar el "melting pot" americano. Y explica aspectos de los más curiosos: el gobierno norteamericano enviaba agentes a Europa para traer inmigrantes y poder poblar todos los territorios por los que se iba expandiendo. El Viejo Continente no se encontraba en tan buen momento como ahora: ya saben, entonces la gente se nos iba. Fueron legión los alemanes, italianos e irlandeses que inmigraron a la isla. También fueron a parar muchos armenios que huían de la persecución turca. Según el censo que se muestra, la descendencia alemana es la más numerosa. En el siglo XIX llegaron a haber tantos alemanes, que cuando se debatió el reconocimiento de un idioma oficial algunos congresistas propusieron el alemán en lugar del inglés.

En resumen, esa isla es ahora el testimonio de la historia de Estados Unidos. Un país inmenso que en pocas décadas fue levantado por el tesón de varias generaciones de inmigrantes de todos los rincones del mundo. Todos huían de la situación de pobreza y persecución que se vivían en muchos países europeos y asiáticos. Y todos buscaban lo mismo: prosperidad y libertad. Sólo en el siglo XX se ha dado un fenómeno parecido, pero a escala mucho más reducida y en un contexto de mayor peligro: el estado de Israel. Del que por cierto, este pasado mayo se cumplieron 60 años desde su fundación.

miércoles, 23 de julio de 2008

Lluvia

Fui muy duro con Antonio Muñoz Molina. No era para menos. Las primeras veinte páginas de sus Ventanas de Manhattan me parecieron patéticas: un personaje llegado de polizón a la gran urbe, sin conocer el idioma, teniendo que afrontar la crueldad del anonimato y la indiferente, cuando no hostil, mirada de los demás. ¡Y coño, estamos hablando de alguien que tiene alquilado un piso en Manhattan! Luego el libro, cuando vuelve a la realidad, empieza a coger fuerza, y a pesar de esa prosa farragosa y a ratos un tanto pesada, el resultado global es positivo. Lo que no se le perdona a Muñoz Molina, bueno, lo que no le perdoné, fue ese flirteo entre realidad y ficción, entre el relato veraz y memorialístico con el ficticio. Una promiscuidad tantas veces señalada, pero nada, erre que erre.

Ayer le conocí. Le entrevisté junto a su mujer Elvira Lindo para El Diario. Ambos me parecen admirables. Escriben bien y piensan bien. Luego dieron una conferencia en la Biblioteca Pública de Nueva York. Estuvieron geniales: Elvira Linda habló de Antonio, y Antonio Muñoz Molina de Elvira. Entre familia. Me llamó mucho la atención el fino sentido del humor de Molina, en contraste con su prosa a veces adormecedora. Del mismo modo que me sorprendió que Elvira Lindo no fuera tan radiante hablando que escribiendo. Quizá no fuera su mejor día. A todos nos pasa.

El evento estaba organizado por la Federación de Gremios de Editores de España y el Ministerio de Cultura. Molina (César, el ministro) está que se sale. Ha hecho una donación de 6 000 libros en español a la Biblioteca de la ciudad. Y se espera todavía más. Más escritores españoles y tal vez más libros. Todavía no entiendo ese ímpetu del ministro por expandir nuestra cultura, por ir abriendo Cervantes por todos los rincones del mundo (con unas matrículas por curso impagables) y darnos a conocer. Yo invertiría en hacer todo lo contrario: comprar más libros de otras literaturas, ampliar y mejorar las traducciones y traer más escritores extranjeros a nuestro país. Los propósitos del ministro están llenos de buenas intenciones, como todo en el gobierno de Zapatero. Y responden una vez más a ese gusto tan español por mirarnos el ombligo, por creernos que somos importantes y que el resto del mundo debería conocernos mejor. Ya ven: no hay forma de sacudirse nuestro irremediable provincianismo.

Espero al menos que estos viajes sirvan de algo: a conocer mejor el país americano, a deshacer mitos y prejuicios. Pero me temo que eso no va a ser así. Pasará como en otros lugares: ya saben, como quien oye llover.

Post Scriptum. "(...) uno de los rasgos sobresalientes de cualquier cultura subordinada es la miserable atención que presta a las culturas ajenas, sea por la falta de traducciones, sea por la ausencia de intelectuales propios dedicados al estudio de esas culturas". Arcadi Espada, "Postdamer / Prenzlauer", El País, 3/05/1999.

lunes, 21 de julio de 2008

El creyente

(A Nihil Obstat, in memoriam)

Encuentro a Bloomberg un poco nervioso. Intuyo que al alcalde de esta ciudad le pesa mucho el incorregible gobierno de su predecesor, Rudy Guiliani (el hombre que sacó a Nueva York de la debacle de los ´80), y está luchando a toda costa por diferenciarse. Como buen socialdemócrata, decidió emprender su particular peregrinaje a la meca de los dos grandes ídolos seculares de esta ciudad: la vida sana y el ecologismo. Para honrar al primero, prohibió fumar en lugares públicos y en locales privados (bares, discotecas, etc.), aumentó el impuesto del tabaco y obligó a las grandes cadenas de restaurantes a rotular las calorías que tiene cada producto. Una maravilla, la verdad. Ahora, cada vez que entro a un Starbucks o a un garito de comida prefabricada soy consciente de lo hermoso que voy a poner.

Hasta aquí todavía se puede soportar el peculiar sentido del humor del alcalde. ¿Saben qué? Bloomberg hizo bien. Es un filántropo, y se preocupa por la salud de sus ciudadanos. Es su obligación tratarlos como a tontos si aún no entienden que fumar es malo y que zamparse una Angus Third-Pounder Burger es todavía peor. Cosas de filántropos, ya saben. Eso sí, una cosa es prohibir y otra extorsionar. Dejen que les cuente: no hace mucho recibía una carta del Ayuntamiento amenazando con sanciones si no reciclaba. Y por aquí sí que no paso. La bobaliconería contra el tabaco todavía la aguanto, pero la ecólatra... no, no y no. Ya son demasiados los cuentistas y cuentacuentos que viven de esas historias para no dormir del cambio climático. Al principio divertían. Hasta daban miedo. Pero ahora, qué agobio, la verdad. Y lo de reciclar, pues miren: es una buena forma de matar el tiempo cuando no tienes nada que hacer y te sobra espacio en la casa. Hasta los críos se divierten. Al menos, cuando yo era pequeño me lo pasaba bomba. Pero ahora, ya siendo más grande y en mi cubilete de apenas 20 metros cuadrados no tienen sitio ni las cucarachas, con las que mantengo una convivencia más o menos en paz. Ellas tienen su espacio y yo el mío. ¿Espera Bloomberg que meta tres cubos para reciclar? Yo todavía, pero ellas... no lo entenderían.

Y habrá que resignarse, qué remedio. La ecocondría va ganando cada vez más feligreses. Dentro de poco, y según intuiciones mías, lograrán ser la primera confesión del mundo. Y esperen a cuando los pobres dejen de ser pobres para ser ociosos, y sus preocupaciones dejen de ser las suyas para ser las nuestras. Entonces, cuando llegue ese día, yo también me pondré a plantar árboles, pondré paneles solares en el tejado de mi casa y tendré mi propio cultivo ecológico. Pero mientras no llegue ese momento, celebraré mi indomable ateísmo con una Heineken, que mata, engorda y encima es verde. Y descuiden, que la botella irá al contenedor correcto.

Post Scriptum. "Déjenme clarificar que no estoy sugiriendo que la gente no tenga derecho a reciclar. La gente tiene derecho a practicar los rituales que crean que mejor les acercan a sus dioses, sean éstos cristianos, musulmanes, paganos o medioambientales. Lo que es inaceptable es que alguna de estas religiones nos obligue a los infieles a participar en sus liturgias simplemente porque no creemos en ellas. Garantizar nuestra libertad manteniendo la separación entre estado e iglesia (y eso incluye a la iglesia medioambientalista) es mucho más importante para nuestro bienestar que la separación de la basura". Xavier Martí-i-Sala. Vía Nihil Obstat.

Problemas técnicos y agradecimientos

Llevo tres días con el portátil jodido. Ahora tengo que escribir con un teclado alemán, sin "ñ" y con algunas letras alteradas de orden. Intentaré reanudar lo más antes posible las anotaciones.





Nihil Obstat se despide.

viernes, 18 de julio de 2008

Hispanic Society

(A Núria Valero, que estaba de paso)

Enric González tenía toda la razón: la Hispanic Society es uno de los lugares que nadie debe perderse cuando visita esta ciudad. Se encuentra en un lugar a salvo de turistas: la calle 157 con Broadway. Es decir, El Bronx. Es decir, no-hay-cojones-a-venir-aquí. El lugar no es peligroso siempre y cuando se tomen las debidas precauciones: no subirse los calcetines hasta las rodillas y guardar la cámara de fotos. Hasta la 155 las garantías constitucionales siguen vigentes. De allí para abajo, sólo Broadway constituye un buen parapeto. Dar un paso al este, Amsterdam Av., significa tentar un poco la suerte. Pero sólo un poco. Un paso más al este... lo siento, no he querido llegar tan lejos. El Bronx pasa por ser el barrio más peligroso de Nueva York. En especial, la zona del este. Bajar por Amsterdam hasta donde empieza - o acaba, según se mire - el Spanish Harlem (calle 96 - 120) a cualquier hora del día es lo más. En contra del tópico, no hay tiroteos, ni coches quemados. Supongo que eso tendrá lugar más tarde y en zonas menos recomendables. Sí se puede ver gente con sus sillas en la calle, la música a todo volumen, comtemplando cómo pasan las horas. Esa es la vida del Bronx. Es fascinante.


Vuelvo a la Hispanic Society. Cuando uno llega parece tropezar con un templo griego abandonado. A juzgar por la aperiencia, nadie sospecharía que allí dentro hay un museo. En lugar de eso, uno esperaría perros famélicos babeando en busca de algo para meterse en la boca. O algún que otro vagabundo con su carrito de la compra coleccionando latas. En verdad, eso es lo mucho que se puede ver, porque por ahí no corren ni las hojas. Del suelo empedrado sobresalen hierbajos, las verjas están oxidadas, y las esculturas de la entrada parecen llevar siglos sin que nadie haya deparado en ellas.

El interior es pequeño y acogedor. Muy entrañable. Además de los cuatro voluntarios que velan por conservar el lugar, no hay nadie más. Una rara avis así se la debemos a un tal Archer Milton Hutington (1870 - 1955), un personaje multimillonario y con tendencias megalómanas que desde muy joven se obsesionó por España. Según cuentan, esa obsesión se le despertó en Londres después de leer dos libros que hablaban de la vida de los gitanos españoles. Mandó a su padre que le buscara una profesora de español de Valladolid y preparó un viaje a España. Su objetivo: comprar nuestro país. Cuando llegó a la península a finales de siglo, se dedicó a seguir el rastro de todos los personajes legendarios: hizo la misma ruta de El Cid de Burgos a Valencia, compró todo tipo de objetos que se le antojaban, desde las herramientas y armas del neolítico hasta cuadros de Goya, Velázques y Sorolla pasando por las tumbas de duques, obispos y otros personajes. En 1904 abrió el Museo de la Hispanic Society y allí echó, sin orden ni concierto, todo lo que había adquirido en sus viajes.

Hutington se dedicó a estudiar nuestra historia y orígenes en profundidad. Y luego, a divulgarlos en un país donde nadie tenía ningún interés por España. No se le escapó nada. Hurgó por todos los rincones del país hasta conseguir un buen fresco. Y el hombre acertó: visigodos, romanos, árabes, reyes, duques, infantas, vírgenes y curas. Tenía una especial devoción por estos últimos, a juzgar por todos los cuadros que cuelgan. Hay un fantástico Velázquez, un retrato del Conde Duque de Olivares (un gran hijo de puta, como todos sabemos después de haber leído el Capitán Alatriste), que preside la primera planta. Hutington se llevó hasta las vasijas y tumbas de algunos de los personajes más insignes de nuestra historia. Cuando digo más insignes, debemos entender más hijos de puta.

Este multimillonario, que heredó una de las grandes fortunas del Estados Unidos de su tiempo, tenía un gusto estético muy desordenado, muy postmoderno diríamos ahora. En el museo dejó caer de todo, desde un Goya a una tela morisca. El lugar tampoco daba para más; son dos plantas de no más de 90 metros cuadrados. En ese pequeño espacio consiguió realizar uno de los mejores museos que he visto en mi vida. Se puede contemplar con serenidad todos los detalles del templo sin temor a que un exabrupto, un comentario inopinado o un flash entorpezcan el curso de la contemplación. Es uno de los pocos lugares de esta ciudad que ha escapado de la cultura entendida como parque de atracciones. Sí, sé que es un verdadero tópico. Pero de lugares comunes tenemos el pensamiento lleno, y en no tan comunes, la Hispanic Society.

Post Scriptum. "Este topicazo oculta una verdad desoladora. La irresistible tendencia a la construcción de museos, Kunsthalles, galerías y otras arquitecturas llamadas 'culturales' debería considerar seriamente la necesidad de mantenerlas vacías, para aproximarse a una representación correcta y apropiada de nuestra actual condición de entretenidos. Se cumpliría entonces la función mágica de las artes, su capacidad para entretener sin estar presentes, en tanto que espacio sagrado donde se da lo artístico. Así lo quería Goodman: no importa qué es el arte, sino cuándo hay arte. En los espacios vacíos del arte, la presencia del flâneur es obra de arte, como el silencio es música en las composiciones de Cage. De ese modo las artes se habrían arrancado la última máscara y mostrarían un rostro sin rasgos, mondo, liso, un enorme huevo asombrosamente coincidente con el espíritu del tiempo, espíritu incapaz de alcanzar una meta, una conclusión, una finalidad, o el reposo, pero... ¡tan divertido!". Félix de Azúa, "Un verdadero tópico", Letras Libres, junio de 2002.

jueves, 17 de julio de 2008

Polito Vega

Ayer me encargaron escribir algo sobre Polito Vega, un locutor de radio puertorriqueño que lleva casi cincuenta años pinchando música salsa en la radio neoyorquina. Llegó a la ciudad en el año 1959 para convertise en cantante y acabó como presentador de radio. Una noche fue a visitar a un amigo, Julio César Cabán, que dirigía uno de los pocos programas que se hacían en español. Cabán le pidió a Polito que le anotara todos los nombres de la gente que llamaba y se los dijera en abierto. El productor del programa lo estaba escuchando, y seducido por esa voz, se dirigió a la emisora y le pidió a Polito que viniera más veces a practicar. A los pocos días, Cabán caía enfermo de hepatitis y el puertorriqueño ocupaba su lugar.

Por aquel entonces, en la Gran Manzana no había casi emisoras de radio en español, y las pocas que emitían lo hacían a tiempo parcial. Fue Polito Vega quien introdujo los ritmos cubanos como el mambo, el son cubano o la guaracha en la ciudad norteamericana. Era algo nuevo. La única música latina que se oía entonces eran las piezas románticas de los boleros. A principios de los setenta, toda esa música cubana de ritmos bailables se popularizó, y Polito y su compañía la Fania la bautizaron con el nombre por el que es mundialmente conocida: salsa. En efecto, la palabra salsa nació en Nueva York, del mismo modo que todas sus grandes voces: Tito Fuentes, Tito Rodríguez, Machito, Cheo Feliciano, etc. Todos grabaron en la ciudad de Woody Allen, aunque sus nombres los identifiquemos con lugares más exóticos, y desde allí expandieron su música a todo el Caribe y Sudamérica en la década de los ´70, por muy extraño que parezca.

Fue en esa misma década cuando el empresario cubano Raúl Alarcón abrió la primera emisora completamente en español: WBNX. Alarcón contó con el locutor puertorriqueño para dirigir uno de los programas que más fama alcanzaría, "Salsa con Polito". El carisma de ese personaje tan histriónico cautivó no sólo a los hispanos de Nueva York: en 1988, el alcalde Koch nombró el 3 de agosto - fecha de nacimiento del locutor - día oficial de la ciudad. A principios de los ´90, se le empezaba a conocer como el Rey de la radio, una distinción que se hizo oficial por todos los profesionales del medio en un ceremonia poco solemne (qué coño, estamos hablando de salsa, no de premios Nobel).

Desde 1989 hasta la actualidad (y disculpen la profusión de fechas), el Polito Vega tiene su espacio de salsa clásica todos los fines de semana en La Mega, otra de las emisoras hispanohablantes. No sólo es un refugio para los amantes de esa música; se trata de una bocanada de aire limpio para las gentes de esta ciudad, independientemente de la etnia a la que queden adscritas. Sin duda alguna, un hálito de vida, un respiradero en el desierto, una invitación a la vida.

Tal vez ese jocoso locutor se jubile el año que viene, si es cierto que permanece fiel a su palabra de retirarse a los cincuenta años de profesión. En Nueva York ya es alguien bastante reconocido. Sin embargo, apenas se sabe quién es en el mundo hispanohablante. Es más, me pareció de lo más encantador que la wikipedia francesa haya sido la única en dedicarle una entrada. A mi juicio, una señal inequívoca de muy buen gusto. Amén de ofrecer, por otra parte, una muestra más de los extraños derroteros que ha seguido la música salsa por todo el mundo.

lunes, 14 de julio de 2008

Road trip

La costa de Nueva Inglaterra es hermosísima. No sólo habíamos dejado atrás una ciudad; nos desprendíamos de un país entero. Tomamos carreteras secundarias para atravesar pueblos cuyo nombre nadie sabe ni recuerda. Sus casitas de madera, tan frágiles, nos evocaban las películas que veíamos de pequeños, cuando todavía éramos grandes. No había ningún rincón que no estuviera poseído por la bandera. En Nueva York, salvo el 4 de julio, ese artefacto sólo ondea en edificios oficiales y en pocos sitios más. Se convierte en algo invisible; nadie le presta más atención. Sin embargo, esas casas de cuentos de hadas - o de Expediende X, para los más esotéricos - rinden una pleitesía atroz, descaradamente religiosa, a ese cacho de tela. Es el orgullo patrio del que siempre nos reímos en Europa, sin deparar que en el país del otro lado del charco la sangre nunca llegó al río.

Paramos en una pequeña playa bordeada por islitas apenas perceptibles. Se podía caminar hasta cien metros sin que el agua cubriera más allá de la rodilla. El tiempo apremiaba y más de uno, esto es, un servidor, se quedó con las ganas de probar el agua del Atlántico. No son tan bellas como las del Mediterráneo, ni tan exóticas como las caribeñas, pero tenían un encanto jamás visto. Se hacía tarde y finalmente, contra la voluntad de los más ensoñadores, cogimos la autopista y llegamos a Boston. Antes, habíamos bordeado New London y cruzado el Támesis. Y Boston. Acabábamos de llegar a una ciudad que parecía un simulacro inglés. Hace más de doscientos años se habían amotinado contra el impuesto del té pero se quedaron con todo lo demás.

En esa ciudad donde empezó la guerra por la indepedencia, o la Revolución Americana, como se la conoce por estos pagos, se rinde en cada esquina, con esculturas y edificios, un homenaje a todos los "patriotas". Con esta palabra acaban todas las inscripciones y epitafios: "Fulanito de Tal. Hombre de letras, predicador y soldado que pereció durante la Revolución. Un patriota". Los "patriots" fueron aquellos hombres que lucharon por la independencia de las trece colonias y establecieron el primer régimen liberal de la historia. Su sentido originario no tiene nada que ver con el que tomaría décadas más tarde en Europa bajo el nombre de "nacionalista". Del mismo modo que en la Francia revolucionaria, los "patriotas" eran el pueblo que reivindicaba sus derechos y libertades. Hágase la leyenda y el mito, es cierto. Pero allí se alumbró un régimen de libertades; no un monstruo liberticida. No se debe olvidar, por mucho que duela, que todas las versiones asilvestradas del "patriotismo" nacieron en Europa: el nacionalismo, el nazismo y el fascismo, y el comunismo.

"Pero Nueva York es muy sucia", nos decía el taxista que nos llevaba de vuelta al hotel. No hay un solo rincón desagradable en Boston. Todas sus calles y edificios, todos sus parques y fuentes, responden al canon clásico de la belleza. Incluso resulta hermoso el fuerte contraste entre los rascacielos que se alzan tímidos y los edificios antiguos que todavía se conservan. Hasta sus gentes todavía guardan el aburrimiento y el anquilosamiento ingleses: todos tan iguales y tan normales. Y tan envidiablemente conservadores. Nadie diría que en esa ciudad prendería la mecha de una revolución.

Viajando a Boston es cuando uno descubre más cosas de Nueva York. Boston debe su origen a los puritanos ingleses; Nueva York, a los calvinistas holandeses. Boston es el orden, la belleza y la tranquilidad; Nueva York, caos (bien organizado y controlado, eso sí) y alboroto. En Boston no hay nada; en Nueva York está todo. Es triste cuando una ciudad sólo puede vivir de su pasado. Por mucho que Harvard tenga allí su enclave y por mucha tecnología e investigación que se produzca, Boston da una sensación de no tener nada que contar. Lo dijo todo en su día, hace mucho tiempo. En cambio, Nueva York, con sus extremos equilibrados y sus proporciones desaforadas, parece una ciudad que se reinventa y renueva cada día. Es por eso que resulta muy difícil vivir aquí. Se exige un rápido acomodo a los cambios y un olvido nietzcheano para tirar adelante. No hay esperanza de vida, porque la esperanza, como recordaba el tango y Borges, y luego Savater, son ganas de descansar. Y aquí no hay tiempo para tanto.

viernes, 11 de julio de 2008

Tres Tristes Tigres

  • En la calle donde vivo hay un parque de bomberos. Por las continuas salidas que hacen, con su estrépito de sirenas y demás fanfarronería propia del oficio, o bien parece que arde toda la ciudad o que ése es el único parque de bomberos. En toda la noche pude oír hasta cuatro sirenas a horas distintas. Desde el 11-S los bomberos han pasado a ser uno de los iconos más reverenciados de la ciudad. Su heroísmo fue innegable. Sólo hacía mi trabajo, respondería cualquiera de ellos, con esa modesita arrogante de las películas. En el parque de mi calle, que como mi patio, también es particular, murieron ocho bomberos durante las tareas de rescate del 11-S. No hace mucho, cuando pasaba por delante, un bombero me hizo un gesto con la mano. Hacía un calor impío y en ese momento era incapaz de interpretar el signo lingüístico más inequívoco. Después, al constatar mi sorpresa, me sonrió y me dijo: "Sigue abanicándote". Un camión salió disparado delante de mis morros como un toro. Por el rostro de esos intrépidos, pensé que se iban de fiesta.
  • En esta ciudad hay muchos perros. Detesto los perros. Bueno, en general, cualquier tipo de animal. En Chelsea, todo el mundo pasea con perros de tamaños ridículos. Todo, salvo el precio, parece un chiste. Y pensar que esas criaturas tamaño micromachine pueden llegar a costar 2 000 dólares... Nunca había visto tanto perro. A N. le encanta. Dice que quiere uno. Seguramente pensará que soy un insensible, porque apenas me detengo a mirarlos. Peor: dice que nunca había conocido a nadie que sienta tanta indiferencia por esos animalitos. Sé defenderme hábilmente: el primer país que aprobó una ley de protección de animales fue la Alemania nazi. Estas almas tan cándidas, tan sensibles hacia los animales y las plantas, jamás mostraron la misma ternura para con el resto de sus congéneres. Touché!
  • Estoy de acuerdo con Savater, Escohotado y demás sabios cuando defienden el derecho de las personas a morir intoxicadas. Su crítica al estado clínico, que censura cualquier comportamiento que se desvíe de la ortodoxia de esa superstición llamada Salud Pública, me pareció toda una revelación. Desde ese momento, he aplicado todas sus enseñanzas a una de las intoxicaciones más sabrosas: la comida basura. Aquí puedo sentar cátedra. Sólo en el país de la hamburguesa, la slice y el hot dog me he visto superado. Gracias a esas tallas que veo lucir por la calle, con esos desacomplejados volúmenes, insospechados en cualquier rincón de Europa (incluso, créanme, en la oronda Gran Bretaña), por esas hermosuras, que decían nuestras abuelas, he entendido mejor lo que querían decir Savater y demás filósofos hedonistas. Es más, nadie me negará que Nueva York, con su olor a fritanga, con sus omnipresentes restaurantes fast-food y sus liberales habitantes, encarna mejor que cualquier otra ciudad - déjenme poner entre paréntesis el resto del país - esas sabias enseñanzas. Brevis oratio et longa manducatio! Amén.

jueves, 10 de julio de 2008

NYT

Ya van tres los intrépidos que han intentado escalar el edificio del New York Times. Todavía no entiendo la fascinación que causa la torre en sí. Entiendo la admiración por el periódico, pero no por el rascacielos. Tal vez se deba a que el edificio presenta menos dificultades que otros. No lo sé, mi pericia en temas de escalada no va más allá de esas piedrecitas que hay en Central Park. Cualquier altura que supera los tres metros ya me parece un desafío asaz insuperable.

El Times es el primer diario de este país (en calidad; en ventas es el tercero). Y creo no equivocarme - que me corrijan los expertos - si afirmo que se trata del primer rotativo del mundo. En Nueva York, el periódico que preside Sulzberger Jr. es el pan de cada día. Su prestigio supera el de la Biblia, que ya es decir. El diario es omnipresente: ya no sólo se puede adquirir en cualquier esquina o Starbucks (y lamento el pleonasmo); son legión los neoyorquinos que lo llevan en las manos. Más de una vez me he preguntado cómo alguien puede comprar ese periódico para leerlo en el metro. El papel es de lo más inmanejable: sus páginas son enormes, y uno pasa más tiempo intentando plegarlas que leyéndolas. Además, sus noticias suelen tener proporciones enciclopédicas: requieren la paciencia de una café, o el bullicio de una casa. Los domingos, el periódico posee el formato de un Larousse: por 4 dólares no sólo se desayuna; se come, se cena y se tiene para toda la semana. Al principio solía comprar el Times religiosamente todos los domingos, por ser el día del Señor. Sin embargo, después de atragantarme con tantas páginas, preferí la comodidad del soporte digital. Desde entonces, no puedo evitar sentirme culpable. Ya lo conocen: disminución de la tirada del papel, menos ingresos por publicidad, Internet, la globalización, Bush, otrora Aznar, etc.

La verdad es que me trae sin cuidado la suerte del periódico de papel. Me di de baja hace tiempo del grupo de apocalípticos que cada día anuncian la mala nueva: ora el fin del periodismo, otrora la muerte del periódico, etc. Escribía Arcadi Espada en sus Diarios 2004 - citando a no sé quién - que el principal problema de la muerte del periodismo es que al día siguiente alguien tendría que redactar la noticia. De momento, yo ya me he apuntado a la lista de los redactores: de alguna forma habrá que salvar el pellejo...

martes, 8 de julio de 2008

New York Subway

Nueva York es una ciudad realmente fea. Asombrosa, maravillosa, fascinante, apasionante, osa, osa, ante, ante... pero fea. Todos aquellos que la han visitado alguna vez están de acuerdo en que la ciudad, salvo algunas pocas calles, es sucia, huele mal y la gente es muy rara. Creo que el mejor fresco de la ciudad se puede encontrar no en su superficie, como dictaría el sentido común, sino en sus entrañas, esto es, el metro. En verano, quien baja al metro baja a los infiernos. El lugar es cochambroso y lúgubre. Al calor que todo el mundo le supone por ser un lugar sin ventilación y sin aire acondicionado, hay que añadir el de los tubos de escape. No el de los coches (no son tan canallas), sino el de los trenes. Situar los trenes justo debajo de correderas de ventilación es todo un acierto: cuando los damnificados salimos de la estación para buscar un poco de aire acabamos experimentando orgasmos.

El metro de esta ciudad es un desastre. Es uno de los transportes más antiguos del mundo y de los más extensos. Por lo que uno a veces, un poco comprensivo, le puede excusar su tercermundismo. Eso sí, tiene aspectos realmente fabulosos: está abierto las 24 horas del día, 365 días al año. Una estupidez innecesaria, pero, claro, hablamos de la ciudad que nunca duerme. Las líneas son un lío. Y una aventura: a quién se le ocurre situar hasta cuatro líneas diferentes en una misma vía. Si uno se despista un poco puede acabar en Queens (al este) cuando lo que deseaba era ir al Bronx o simplemente al norte de Manhattan. Es lo que le pasaría a uno si en lugar de coger la línea A (azul) toma la E (también azul). También es lo que me ha pasado a mí varias veces, más por tonto que por despistado.

La diversión comienza cuando uno sube al vagón. Amén de la variedad de especies zoológicas que se dan cita, hay dos factores entrelazados que uno debe tener siempre en cuenta cuando entra: la incertidumbre y el tiempo. Son inseparables: tal vez uno llegue antes de lo señalado porque el conductor, porque así lo ha visto necesario, ha decidido hacer del tren "local" (que se detiene en todas las paradas, algo así como el regional Tarragona-Barcelona) un "express", esto es, que sólo para en las principales estaciones, señaladas con un punto blanco en el plano. Y por supuesto lo contrario: como se ha saltado tu parada, tocará joderse y esperar una, dos o tres. Y nunca habrá avisos previos: el conductor decide sobre la marcha, como en un partido de fútbol.

Tal vez esto último se deba a que el Ayuntamiento decidió contratar locutores de radio en lugar de profesionales de transportes públicos. En el metro de esta ciudad, las paradas no las anuncia esa voz mecánica y dulce a la que estamos acostumbrados los que venimos de ciudades europeas. Lo hacen voces humanas, a cual más carajillera. Y las gritan como goles: "¡Atención, atención, próxima parada 14st., 14st., 14streeeeettttt!". Con ese espíritu tan deportivo, los pasajeros salimos triunfales de la estación y acabamos por perdonar, resignados pero finalmente alegres, todas las molestias que cada día, sin excepción, este tipo de transporte causa a todo el mundo que lo utiliza.

Post Scriptum. Lo cierto, José María, es que no se me pasó por alto la forma de pronunciar steak ('estéic'). Lo omití no sé por qué. No fue por olvido. Tampoco por malicia. Yo mismo experimenté el ridículo cuando el año pasado pedí un "Philly Cheese Stick" en Filadelfia. Éramos tres españoles intentando comprender por qué se reían tanto los camareros de ese tugurio. Y vaya si lo comprendimos. También hay otro aspecto que no quise mencionar, pero que ahora, ya puestos, lo haré. Cuando Sol Forman murió, el New York Times reveló una verdad realmente desoladora: Forman, que había hecho del "rear steak" (filete poco hecho) una leyenda, se comía los bistés carbonizados.

lunes, 7 de julio de 2008

Peter Luger Steakhouse

Tomamos la línea J hasta Williamsburg, al norte Brooklyn. Por lo que había leído en la Wikipedia, esperaba un lugar lleno de artistas, perroflautas y gafapastas. Pero me equivoqué de lugar. O fue la Wikipedia la que se equivocó. De hecho, fuimos a parar a una de las barriadas más inhóspitas de la ciudad. De Delancey St., en el Lower East Side de Manhattan, a la siguiente parada, Marcy Av., no sólo va la distancia de un puente ("el puente" de Nueva York, en su momento) y una estación. Va un mundo entero. Luego supe por un amigo neoyorquino que todos esos artistas se concentran al sur de Williamsburg. A Dios gracias, porque no era eso lo que buscaba. Tampoco me apetecía pasear por un gueto, aunque es algo que recomiendo mucho cuando se visita esta ciudad. Significa un descanso de turistas y una aventura apasionante, con coches robados y gente viendo la televisión en la calle.

La zona está poblada por latinos y negros. También queda algo de esos judíos ortodoxos que por antipatía llevaron a los alemanes y a los irlandeses del siglo XIX a trasladarse a otros lugares próximos como Queens. Entre esos alemanes, un señor llamado Peter Luger abrió en 1887 una taberna que no merecería más mención si no fuera porque un siglo más tarde, después de la II Guerra Mundial, una vez muerto Luger, un tal Sol Forman compró el local y lo convirtió en un steakhouse. La idea parece totalmente disparatada: quién abre un steakhouse en una ciudad donde abunda esa clase de restaurantes y en un lugar, al otro lado de Manhattan, por donde no pasean ni los gatos. Sin embargo, la empresa funcionó, y el prestigio que ha alcanzado ese restaurante ha hecho de la zona algo descarado: junto a esos bloques en apariencia abandonados se pueden ver Audis, Mercedes y Volkswagen en las aceras. No es que a ese steakhouse sólo acuda gente adinerada, pero como cualquier persona sabrá, nadie que paga más de 30 euros por un bistec cruza el puente de Williamsburg en metro.

Dicen que el Peter's Luger Steakhouse conserva el ambiente alemán de su fundador, y que los camareros son alemanes o tienen el espíritu de tal. No seré yo quien lo niegue, aunque el lugar me recordaba más uno de esos lúgubres pubs de Inglaterra y ninguno de los camareros que vi por allí hablaba alemán. Eso sí, todos tenían el carácter hosco y desabrido del estereotipo teutón.

Hay una serie de normas que uno ha de tener presente cuando va al Peter Luger. Enric González da cuenta bastante pormenorizada. Para mi gusto, caben destacar sólo dos: no se puede pedir el steak bien hecho; y no admiten tarjeta de crédito. Esta última es importantísima, porque resulta imposible encontrar un cajero por ahí cerca. La primera norma es elemental: cualquier amante del steak la conoce, pero si todavía queda algún despistado, vaya la siguiente advertencia: según cuentan, el camarero puede llegar a avisar al jefe Wolfgang Zwiener para disuadir al cliente del profundo dolor que le puede causar al cocinero si pide el steak bien hecho. Y tanto el jefe como el camarero saben ser severos: el cliente puede quedar condenado al ostracismo sin ningún tipo de contemplaciones.

Ah, y un último aviso para aquellos que cruzarán el puente en metro porque no hay más remedio: mejor acudir antes de las 3 de la tarde, se presenta un menú más asequible (por debajo de los 20 dólares) y uno puede disfrutar de una de las mejores hamburguesas de la ciudad por sólo 9 dólares.

Post Scriptum. Por un trato justo a Israel.

sábado, 5 de julio de 2008

La nación en su sentido más profundo

Fue en el paseo marítimo de Broklyn Heights donde vimos los fuegos artificiales. Antes ya había celebrado con mi amigo Alvin el 4 de julio de una forma muy peculiar en estos pagos: en "5 Best" me zampé la hamburguesa más grasienta e irreverente del mundo. En el menú decía que tenía unas 900 calorías. Juro por los padres de esta nación que la mía tenía más. Entre el puertorriqueño que me atendió y un servidor conspiramos para elevar el número de calorías hasta conseguir que la hamburguesa perdiera su naturaleza y quedara convertida en un pastel. Luego las patatas... mmm... según Zagat, la famosa guía de restaurantes y bares, en este restaurante se comen las mejores patatas fritas. No seré yo quien lo desmienta. Y nada de ketchup. ¡Lagarto, lagarto! Aborrezco el ketchup. Con la ayuda de la ecuatoriana que planeó mi indigestión, y para disgusto de su supervisor, bañé esas deliciosas patatas con mayonesa. Mucha mayonesa. Y los comensales, por supuesto, bien elegidos: una alegre familia americana, con sus tallas XXXL devorando con esa envidiable y desacomplejada felicidad sus hamburguesas y patatas.

Por último, en la panadería de al lado, unas cupcakes. Unas magdalenas (no confundir con muffins) con crema por encima representando los colores de la bandera americana. Ya había perdido toda noción festiva y patriota. Me dejé arrastrar - caminar aquí es cometer un exceso - hasta llegar al paseo de Broklyn Heights. Por suerte, el trayecto era cuesta abajo. Me desplomé en uno de los bancos. Alvin aconsejaba pasear para que la comida bajara. Ni hablar, Alvin, esto no puede bajar. Y juro por esos bancos y ese paseo, y por todo el mundo que estaba allí, que esa hamburguesa y esas patatas no bajaron en todo el día. No había ningún sentimiento de culpa. Si estos yanquis no tienen ningún complejo en regodearse con esas grasas, yo, que no tengo grasas con las que vanagloriarme, tampoco. Así transcurrió el día hasta que lanzaron los fuegos artificiales desde el East River. No había apenas banderas, en contra de lo que suele decirse en Europa. Y la celebración, valga decirlo, de lo más sosa. En España lo hacemos mejor, claro que sí. Pero esas hamburguesas y esas patatas... ¡ay, juraría cualquier bandera por volver a comerlas!

Post Scriptum. Y sonaba Candy's Room.