viernes, 11 de julio de 2008

Tres Tristes Tigres

  • En la calle donde vivo hay un parque de bomberos. Por las continuas salidas que hacen, con su estrépito de sirenas y demás fanfarronería propia del oficio, o bien parece que arde toda la ciudad o que ése es el único parque de bomberos. En toda la noche pude oír hasta cuatro sirenas a horas distintas. Desde el 11-S los bomberos han pasado a ser uno de los iconos más reverenciados de la ciudad. Su heroísmo fue innegable. Sólo hacía mi trabajo, respondería cualquiera de ellos, con esa modesita arrogante de las películas. En el parque de mi calle, que como mi patio, también es particular, murieron ocho bomberos durante las tareas de rescate del 11-S. No hace mucho, cuando pasaba por delante, un bombero me hizo un gesto con la mano. Hacía un calor impío y en ese momento era incapaz de interpretar el signo lingüístico más inequívoco. Después, al constatar mi sorpresa, me sonrió y me dijo: "Sigue abanicándote". Un camión salió disparado delante de mis morros como un toro. Por el rostro de esos intrépidos, pensé que se iban de fiesta.
  • En esta ciudad hay muchos perros. Detesto los perros. Bueno, en general, cualquier tipo de animal. En Chelsea, todo el mundo pasea con perros de tamaños ridículos. Todo, salvo el precio, parece un chiste. Y pensar que esas criaturas tamaño micromachine pueden llegar a costar 2 000 dólares... Nunca había visto tanto perro. A N. le encanta. Dice que quiere uno. Seguramente pensará que soy un insensible, porque apenas me detengo a mirarlos. Peor: dice que nunca había conocido a nadie que sienta tanta indiferencia por esos animalitos. Sé defenderme hábilmente: el primer país que aprobó una ley de protección de animales fue la Alemania nazi. Estas almas tan cándidas, tan sensibles hacia los animales y las plantas, jamás mostraron la misma ternura para con el resto de sus congéneres. Touché!
  • Estoy de acuerdo con Savater, Escohotado y demás sabios cuando defienden el derecho de las personas a morir intoxicadas. Su crítica al estado clínico, que censura cualquier comportamiento que se desvíe de la ortodoxia de esa superstición llamada Salud Pública, me pareció toda una revelación. Desde ese momento, he aplicado todas sus enseñanzas a una de las intoxicaciones más sabrosas: la comida basura. Aquí puedo sentar cátedra. Sólo en el país de la hamburguesa, la slice y el hot dog me he visto superado. Gracias a esas tallas que veo lucir por la calle, con esos desacomplejados volúmenes, insospechados en cualquier rincón de Europa (incluso, créanme, en la oronda Gran Bretaña), por esas hermosuras, que decían nuestras abuelas, he entendido mejor lo que querían decir Savater y demás filósofos hedonistas. Es más, nadie me negará que Nueva York, con su olor a fritanga, con sus omnipresentes restaurantes fast-food y sus liberales habitantes, encarna mejor que cualquier otra ciudad - déjenme poner entre paréntesis el resto del país - esas sabias enseñanzas. Brevis oratio et longa manducatio! Amén.

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