lunes, 14 de julio de 2008

Road trip

La costa de Nueva Inglaterra es hermosísima. No sólo habíamos dejado atrás una ciudad; nos desprendíamos de un país entero. Tomamos carreteras secundarias para atravesar pueblos cuyo nombre nadie sabe ni recuerda. Sus casitas de madera, tan frágiles, nos evocaban las películas que veíamos de pequeños, cuando todavía éramos grandes. No había ningún rincón que no estuviera poseído por la bandera. En Nueva York, salvo el 4 de julio, ese artefacto sólo ondea en edificios oficiales y en pocos sitios más. Se convierte en algo invisible; nadie le presta más atención. Sin embargo, esas casas de cuentos de hadas - o de Expediende X, para los más esotéricos - rinden una pleitesía atroz, descaradamente religiosa, a ese cacho de tela. Es el orgullo patrio del que siempre nos reímos en Europa, sin deparar que en el país del otro lado del charco la sangre nunca llegó al río.

Paramos en una pequeña playa bordeada por islitas apenas perceptibles. Se podía caminar hasta cien metros sin que el agua cubriera más allá de la rodilla. El tiempo apremiaba y más de uno, esto es, un servidor, se quedó con las ganas de probar el agua del Atlántico. No son tan bellas como las del Mediterráneo, ni tan exóticas como las caribeñas, pero tenían un encanto jamás visto. Se hacía tarde y finalmente, contra la voluntad de los más ensoñadores, cogimos la autopista y llegamos a Boston. Antes, habíamos bordeado New London y cruzado el Támesis. Y Boston. Acabábamos de llegar a una ciudad que parecía un simulacro inglés. Hace más de doscientos años se habían amotinado contra el impuesto del té pero se quedaron con todo lo demás.

En esa ciudad donde empezó la guerra por la indepedencia, o la Revolución Americana, como se la conoce por estos pagos, se rinde en cada esquina, con esculturas y edificios, un homenaje a todos los "patriotas". Con esta palabra acaban todas las inscripciones y epitafios: "Fulanito de Tal. Hombre de letras, predicador y soldado que pereció durante la Revolución. Un patriota". Los "patriots" fueron aquellos hombres que lucharon por la independencia de las trece colonias y establecieron el primer régimen liberal de la historia. Su sentido originario no tiene nada que ver con el que tomaría décadas más tarde en Europa bajo el nombre de "nacionalista". Del mismo modo que en la Francia revolucionaria, los "patriotas" eran el pueblo que reivindicaba sus derechos y libertades. Hágase la leyenda y el mito, es cierto. Pero allí se alumbró un régimen de libertades; no un monstruo liberticida. No se debe olvidar, por mucho que duela, que todas las versiones asilvestradas del "patriotismo" nacieron en Europa: el nacionalismo, el nazismo y el fascismo, y el comunismo.

"Pero Nueva York es muy sucia", nos decía el taxista que nos llevaba de vuelta al hotel. No hay un solo rincón desagradable en Boston. Todas sus calles y edificios, todos sus parques y fuentes, responden al canon clásico de la belleza. Incluso resulta hermoso el fuerte contraste entre los rascacielos que se alzan tímidos y los edificios antiguos que todavía se conservan. Hasta sus gentes todavía guardan el aburrimiento y el anquilosamiento ingleses: todos tan iguales y tan normales. Y tan envidiablemente conservadores. Nadie diría que en esa ciudad prendería la mecha de una revolución.

Viajando a Boston es cuando uno descubre más cosas de Nueva York. Boston debe su origen a los puritanos ingleses; Nueva York, a los calvinistas holandeses. Boston es el orden, la belleza y la tranquilidad; Nueva York, caos (bien organizado y controlado, eso sí) y alboroto. En Boston no hay nada; en Nueva York está todo. Es triste cuando una ciudad sólo puede vivir de su pasado. Por mucho que Harvard tenga allí su enclave y por mucha tecnología e investigación que se produzca, Boston da una sensación de no tener nada que contar. Lo dijo todo en su día, hace mucho tiempo. En cambio, Nueva York, con sus extremos equilibrados y sus proporciones desaforadas, parece una ciudad que se reinventa y renueva cada día. Es por eso que resulta muy difícil vivir aquí. Se exige un rápido acomodo a los cambios y un olvido nietzcheano para tirar adelante. No hay esperanza de vida, porque la esperanza, como recordaba el tango y Borges, y luego Savater, son ganas de descansar. Y aquí no hay tiempo para tanto.

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