viernes, 13 de junio de 2008

Paco en Nueva York

Antonio Muñoz Molina y sus "Ventanas de Manhattan". Las primeras páginas parecen que estén escritas por alguien que no ha salido de su pueblo en toda la vida. Llega a la gran ciudad pasmado, como aquellas películas del pegajoso Paco Martínez Soria. Sólo le falta la cabra y la boina. Al menos aquel simpático actor español conocía el idioma cuando llegó por primera vez a Madrid. Muñoz Molina aterriza en Nueva York sin saber ni papa de inglés. No le culpo. Los españoles que solemos salir así al extranjero somos legión. Yo mismo, que me manejo muy torpemente con los idiomas, soy un experto en trabucar la gramática inglesa. Después de una conversación, mi interlocutor suele irse despavorido. Creo que teme que el siguiente pueda ser él. Pero a estas alturas no se me ocurre abrir un blog y explicar mis vicisitudes con el idioma autóctono. Ya pasé todo lo que tenía que pasar cuando estuve en Inglaterra.

Llegar a Nueva York y narrar la sorpresa del idioma, el jet lag, los rascacielos y las luces de neón era algo que se podían permitir los escritores españoles de principios del siglo XX. Julio Camba escribió un libro inmortal titulado La ciudad automática. Entonces, titular así a una ciudad era un gran hallazgo. Camba supo advertir el itinerario que seguiría el resto de la civilización occidental: estandarización de la producción y el consumo; automatismo en las relaciones entre proveedor y cliente, etc. Ni una palabra le dedicó al inglés americano. Visitar a principios del siglo XXI Nueva York y hablar con una prosa desabrida de las dificultades con el inglés como quien habla de una aldea bengalí con su lengua exótica me parece una licencia imperdonable. Muñoz Molina es un gran novelista. Se podría haber guardado sus cuitas provincianas para contárselas a su esposa por el teléfono del hotel.

Es difícil hablar de Nueva York. Es una ciudad muy trillada por la literatura. Uno puede caer en la tentación de repetir lo que ya se ha dicho y se sabe sin necesidad de vivir aquí. Así lo entendió el gran periodista Enric González, y escribió un libro bienhumorado con historias de lo más curiosas y divertidas. Hay algunas normas que uno debe tener en cuenta cuando escribe sobre esta fantástica ciudad: no mencionar el Poeta en Nueva York de Lorca; obviar a Walt Whitman, la sorpresa por el idioma y sus rascacielos. Son temas muy manoseados. Aburren.

El que fuera director del Instituto Cervantes de Nueva York, abre un libro sobre su experiencia dando la sensación de ser un inmigrante recién llegado en un barco de polizón. Ya digo, como Paco Martínez Soria en Nueva York.

2 comentarios:

Verónica dijo...

¡Bravo!

Es que Muñoz Molina es grande, pero no moderno ─en el mejor sentido de la palabra.

Muñoz Molina describe muy bien el sudorcillo de las manos, pero en cuanto el tema se complica, a mi juicio, la cosa no suele funcionar.

Poco audaz y preclaro para mi gusto. Como le tengo cariño, creía que si se dedicaba a la no ficcíon llegaría a fascinarme. Pero nada. Tampoco.

Arcadio dijo...

No se cómo he llegado a tu blog. Creo que ha sido a partir del de Arcadi Espada, no lo recuerdo. Sin duda el vínculo ha sido Nueva York. Yo estoy fascinado por esa ciudad desde que la visitara en 2006, viaje del que dejé constancia, como tú, en mi blog (http://arcadiogs.blogspot.com/2006_11_01_archive.html)
En fin, mi comentario es a propósito de las palabras que le dedicas a Muñoz Molina. Ciertamente no podría estar más en desacuerdo. No se si es del todo acertado atribuirle a un escritor, como rasgo peyorativo, cierto provincianismo, señalando que cuanto escribe desprende un tufillo a pueblerino. En fin, Muñoz Molina no ha ocultado jamás sus procedencia campesina, lo ha repetido en sus escritos hasta el hartazgo. Uno puede detectar que toda su literatura gira en torno a la estupefacción constante que le depara la certeza de prodeder de donde procede, y no obstante haber alcanzado cierto status de escritor cosmopolita o preclaro (por llevar la contraria a Verónica), percepción la suya que, a mi juicio, le conduce a una suerte de esquizofrenia, pues él sigue considerándose un pueblerino cuyos mérito más notable ha sido leer más libros que su vecino agricultor.
En fin, resumiendo, el libro en cuestión a mí se me antoja excelente, escrito con la habitual prosa demorada de Molina, hermosa, subyugante, y en modo alguno susceptible de desdeñar sólo porque quien lo escribe se sienta amedrentado por la magnitud de cuanto le rodea. Para otras percepciones aconsejo acudir a la visión de otros escritores, haberlas haylas.